Cuando un presidente empieza a hacer balances, ya se sabe que se inició la campaña para sucederlo. Por ejemplo, los líderes del partido de gobierno están más enfocados en perfilar el curso de su estrategia para mantenerse en control de la Casa de Nariño que a cumplir con su obligación de aportarle soluciones al país. En el ámbito de la oposición, ante la tragedia que estamos viviendo, también se ha iniciado un proceso de activación de las discusiones en torno a la necesidad de ofrecerles a los ciudadanos una alternativa al desastre social, institucional y económico en que está sumergida la nación.
Los primeros acomodos empiezan a dar señales que ayudan a leer la configuración del espectro de opciones electorales que se materializará en el curso del presente año. Como resultado de la diversificación y modernización política que trajo la Constitución de 1991, hoy se puede apreciar que, independientemente de que existan abultados caudillismos –en la extrema derecha y en la extrema izquierda–, en los últimos treinta años se ha ampliado el espectro ideológico-político a disposición de los electores.
No se pueden desconocer la modernización del comportamiento electoral ni el surgimiento de opciones claramente identificables desde la perspectiva de cuáles son sus propuestas y cuál es el tipo de país que quieren construir para las futuras generaciones. Cuando en la misma baraja de posibles candidatos aparecen una Marta Lucía Ramírez, un Pacho Santos, una María Fernanda Cabal, un Gustavo Petro, un Juan Manuel Galán, un Sergio Fajardo, un Jorge Robledo, un Rodrigo Lara, un Humberto de la Calle, un Germán Vargas Lleras, un Alejandro Gaviria, un Juan Carlos Echeverri, un Juan Fernando Cristo, un Roy Barreras, un Mauricio Cárdenas..., cada uno de ellos con un perfil fácilmente asociable a un ideario político, se crea un pluralismo en la discusión política que debería beneficiar enormemente a la democracia.
Las circunstancias están dadas para que los ciudadanos tengan la oportunidad de presenciar y participar en un debate ideológico y programático sin precedentes. Es una ocasión para consolidar el ascenso de una democracia pluripartidista y avanzar en la transformación de la política electoral colombiana, dándole un nuevo golpe a su tradicional dinámica clientelista, corrupta y burocratizada. Ese sería el ideal.
Aun así, en temas electorales las cosas nunca se dan como deberían, en particular cuando un sector político-electoral se encuentra al borde del colapso. Eso es lo que precisamente está ocurriendo con el Centro Democrático y el uribismo. La gestión del presidente ungido, Iván Duque, juzgada desde cualquier óptica, no parecería ser una buena plataforma para que el uribismo gane las elecciones en el 2022. El imaginario colectivo del caudillo Álvaro Uribe está cada día más devaluado. La traqueada retórica del castro-chavismo ya no moviliza –como le pasó a Trump– sino a las hordas fanáticas.
Ante ese escenario, la batalla no solo será entre la ideología de las libertades y los derechos, la paz, la agenda del centro y el progresismo, contra los extremos. Será también, como en el pasado, la batalla por la forma de hacer política. Uribe y el Centro Democrático –ante el vació de ideas, su decadencia y el fracaso del presidente ungido– han optado por el camino tradicional. Coleccionar gamonales, hacer pactos clientelistas, seducir dinastías, repartir cargos, prometer burocracias y contratos, con la ayuda del Gobierno y sus amigos en los organismos de control. Se equivocan. Estas elecciones las ganarán las ideas, y en concreto las ideas de cambio social, político e institucional.
Dictum. Las mentiras de Donadío lo único que lograron es exaltar a Virgilio Barco como uno de los mandatarios más demócratas, corajudos y progresistas que haya conocido este país.
GABRIEL SILVA LUJÁN