La humanidad se ha construido sobre el cimiento de las utopías colectivamente compartidas. Estas han permitido organizar la sociedad en torno a una serie de valores y aspiraciones. Dentro de una utopía dominante, el individuo y el grupo serán premiados con la vida eterna o la felicidad sobre la tierra si se acatan ciertas prácticas, se sostienen ciertas creencias, se aplican determinadas reglas y se respetan las jerarquías. La realidad es que sin sueños compartidos no puede existir una organización social, dado que estos posibilitan la preservación del orden, la cohesión y la armonía, pues proveen de propósito a una comunidad, codificando sus ideales colectivos.
No sería equivocado definir la historia como el conflicto permanente entre las utopías establecidas y las ascendentes. Esa dialéctica hace que el acontecer humano se caracterice por una sucesión permanente de visiones sobre cómo lograr el paraíso en la tierra. Sin embargo, no todas las utopías son equivalentes o producen efectos similares sobre la libertad y el bienestar.
Unas son las sacras, basadas en un mandato divino o supremo en el que la organización social se construye sobre los preceptos de la fe y la convicción. Otras, las seculares, en las que los principios organizacionales no son las creencias religiosas o supremacistas, sino una serie de principios y valores colectivamente considerados fundamentales.
Durante la Guerra Fría, la mayoría de las utopías se subordinaron a las hegemónicas, es decir, al capitalismo y el comunismo. El colapso del comunismo no condujo, como creía Fukuyama, al imperio absoluto de la democracia y el libre mercado, sino a que se desencadenaran las utopías alternativas –en particular, las del tipo sacro–, que, con fuerza inusitada, han surgido para tratar de imponerse local, regional y globalmente.
La desazón y la ‘malaise’ que afectan al mundo están asociadas a que la gente está inmersa en la confusión que genera la lucha a muerte entre utopías mutuamente excluyentes. El desaliento generalizado es alimentado por el ‘choque cultural’ que ha desatado la oleada global de nacionalismo, extremismo y xenofobia.
Internet no es el culpable de estos conflictos, pero, sin duda, sí es responsable de la velocidad con que se han consolidado las utopías excluyentes. Gracias a las redes se han construido ‘mallas’ de magnitud global –entre los afiliados a estas utopías–, incrementando su alcance y efectividad mucho más allá de lo que corresponde a su realidad numérica. Igualmente, internet les sirve a estos grupos para acomodar la realidad a su conveniencia mediante los llamados ‘hechos alternativos’, esto es, las mentiras que usan para validar sus creencias.
En ese contexto, quienes no comulgan con los extremismos, en vez de organizarse y defender los principios de la utopía liberal, base de la democracia, se refugian con creciente escepticismo en las redes, erigiendo murallas y construyendo su propio mundo virtual: una utopía privada en Instagram. Estos ciudadanos digitales han optado por la indiferencia, el nihilismo y la autarquía social.
El reto presente es, entonces, desarrollar una ‘nueva utopía liberal’ que sea eficaz en su capacidad de atraer esa masa silenciosa y crecientemente escéptica. Difícil, a menos que el pensamiento liberal sacrifique su usual ‘trascendentalismo’ y aprenda a adaptarse pragmáticamente a la volátil y caprichosa opinión pública de la era de la posverdad. Se trata de pensar profundamente, liderar ágilmente y comunicar convincentemente en doscientos ochenta caracteres.
Dictum. Álvaro Uribe le está apostando al ‘efecto Dreyfus’. Se presentará como una pobre víctima de la crueldad de una justicia politizada, a solo tres semanas de las elecciones.
GABRIEL SILVA LUJÁN