Más que en un fondo marino cerca de Cartagena, el galeón San José (SJ) y sus piedrecitas preciosas están volando. Todo empezó con conquistadores y va a peor entre jueces, diplomáticos y financistas tan buitres como los primeros, tipos barba y yelmo, que hace 500 años enterraron espadas en este continente para quedarse en él y con él.
Con lo que llevaba a España, robado a sangre a los pueblos nativos a los que se consideraba salvajes con un chorrito de alma sucia e “incómodos habitantes de esta tierra” (como hoy para hablarles en el Cauca), el SJ fue hundido en 1708 por piratas ingleses. Ladrones robando a ladrones. Había zarpado con sobrecupo de oro y esmeraldas, envenenado en la aduana para declarar menos a la corona y repartir entre funcionarios (contrabando y corrupción, parecido a chica de Buenaventura con Lamborghini).
Dormimos siglos. Entre 1984 y 1986, decretos de Belisario Betancur y una ley dan venia a piratas modernos para cargarse el ‘tesoro’ y dejar algo para que lo viéramos en un museo los domingos aburridos (conocimiento que, como el del Palacio de Justicia, reposa con BB). Sin mojarse, la Glocca Morra, después Sea Search Armada (gringa), adquirió una licencia que pelea ante jueces tremendos acá (la Corte Suprema le reconoció derecho sobre lo que no es patrimonio cultural, y hoy se revive un embargo sobre el SJ) y juecezotes en EE. UU. (allá reclamó miles de millones de dólares). El esmeraldero Carranza rondó, pero, cambiada la Constitución (1991), Consejo de Estado y Corte Constitucional tumbaron unos permisos y normas de mantequilla.
Tras intentos del gobierno Uribe, en 2013 el de Santos movió una ley que deja repartir las riquezas repetidas y conservar bienes culturales. Ahí salió a flote el SJ (2015), y la europea Maritime Archeology Consultants, que lo ubicó, originó un proceso de asociación público-privada. Pero al segundo del último plazo para adjudicar el contrato, el actual gobierno suspendió.
Suma: hundidos, como el barco, y demandas más pesadas que su cargamento se teclean (pagarán los colombianos, idiotas de siempre). España no pedirá perdón por genocidio alguno; mete otra espada en el pasado para reclamar navíos a los que, en este caso, considera cultura. Sobre esto y nada se hablará con indígenas. Igual que en La perla, de Steinbeck, la desgracia abunda cuando un pobre halla un tesoro que interesa a poderosos.