No recuerdo el mes, pero fue en 1978 cuando mi papá me compró mi primera cartilla para aprender a leer y escribir. Nacho Lee. Ya no está conmigo porque han pasado décadas, pero la recuperé en una versión actualizada hace dos semanas.
Nacho creció, como yo. Está cumpliendo 65 años y, pese a los golpes de la vida (que todos y todas los tenemos), se ve igual de jovial, enfundado en su overol de jean y su sombrero de paja. Lo abracé y lloré, y seguro que quien estaba dentro del disfraz de Nacho se rio de mí, pero regresé a una época en la que yo creía que Nacho no iba a lograr que yo leyera, porque no se me daba muy bien. Bueno, 45 años después soy periodista.
Esa fue la misma emoción que sintieron centenares de personas al verlo pasearse por la Feria Internacional del Libro de Bogotá, de la mano de una de las promotoras de la editorial Susaeta.
La misma emoción desenfrenada que despertó Mario Mendoza entre miles de jóvenes. Fue el autor más vendido de la Feria. Lo propio lograron Javier Cercas, Piedad Bonnett y la sicóloga española Alba Cardalda, con su Cómo mandar a la mierda de forma educada, otro de los títulos más vendidos.
La magia de la 37.ª edición de la Filbo es un oasis de letras, cultura y conversaciones profundas en medio del caos de país y de mundo que nos toca por estos días.
Lograr que más de medio millón de personas llegaran a Corferias a contagiarse de lectura se le debe a una mujer brillante: Adriana Ángel Forero, la directora de la Feria. A su lado, otras mujeres que se echaron al hombro la filigrana que requiere este encuentro merecen un reconocimiento especial. Pilar Londoño, directora cultural de la Filbo; Catalina Roa, directora de Comunicaciones de la Cámara Colombiana del Libro (a su presidente, Emiro Aristizábal), y a todo el equipo de Fabiola Morera que llevó el minuto a minuto del encuentro literario más importante de América Latina.
Los libros reconcilian, hacen soñar, traen nuevas ilusiones y tienen la capacidad de transformar en tangibles las realidades más lejanas. Pero también dan esperanza. Un grupo de pequeños lectores, visitantes de un colegio que no sobrepasaban los 10 años, se sentaron en una banca de la plazoleta de banderas a contar las monedas y los billetes que ahorraron en marzo para comprar La vorágine, de José Eustasio Rivera. Se secreteaban que en las promociones del pabellón de la Panamericana lo iban a conseguir. Si eso no da esperanza y emociona el alma, qué más lo puede hacer.
Emociones contenidas como las que afloraron con escritores y personajes que hablaron a través de las más de cien entrevistas, emitidas en directo, desde el estand de EL TIEMPO.
La sinceridad de la extenista Mariana Mesa y su historia de vida y resiliencia tras ser diagnosticada con cáncer de mama reconcilian. Ni qué decir cómo Héctor Abad Faciolince desnudó su dolor y su estrés postraumático hablando del libro Ahora y en la hora y la trágica muerte de la escritora ucraniana Victoria Amelina, que tuvo que vivir, a pocos centímetros de distancia de ella, en Kiev.
Cómo no sentir entusiasmo al hablar tan íntimamente con las periodistas y escritoras españolas Julia Navarro y Ebbaba Mohameida, o con la gran sicóloga estadounidense Ramani Durvasula.
Tantas charlas y nombres quedan por fuera que resulta siendo injusto, pero cada autora y cada autor dejaron su impronta. La brillantez de Laura Restrepo, la pasión y el arte de Vivir Quintana, o la genialidad de Juan Gabriel Vásquez. Pero también la cercanía con la gente de Pedro González (don Jediondo), Ana Mercedes Vivas y Ayda Luz Valencia. Nada de esto tampoco sería posible si no existieran los libreros, los editores y las editoriales.
El telón de los 17 días de la Filbo cayó el domingo pasado, y quienes estuvimos de tiempo completo llenándonos de palabras y experiencias quedamos con una nostalgia que durará un año, hasta el próximo encuentro. Para mí, qué fortuna haber cerrado con el maestro peruano Alonso Cueto y sus cavilaciones sobre Mario Vargas Llosa. Ahora tengo 65 nuevos libros en mi biblioteca y unas ganas infinitas de devorármelos. Gracias, Filbo.