Se equivoca el actual Procurador, al igual que el anterior, en pretender hacer creer que la corrupción se combate con el ejercicio de poderes desbordados que, además de romper la delicada filigrana del tejido de pesos y contrapesos que hacen posible la democracia, también violan convenios sobre derechos humanos incorporados al texto constitucional en el denominado ‘bloque de constitucionalidad’.
Pero, el equívoco en el que incurren la Procuraduría y la Contraloría, sin duda, hunde sus raíces en el mismo debate constituyente, el cual cumple veintiséis años de haberse realizado. No se olvida que la movilización juvenil que desembocó en la Asamblea Nacional Constituyente a principios de la década de los noventa —el procurador Fernando Carrillo debe recordarlo— estuvo motivada, entre otras razones, por el hastió ciudadano con el desborde de la corrupción, evidenciado en la imposibilidad de renovación de un Congreso repleto de políticos aliados con poderes mafiosos, al hacerse elegir despellejando el patrimonio público. Mientras los niños morían de enfermedades gastrointestinales, los políticos, con miles de artimañas, se robaban la plata pública.
Adicional al ‘tapen y tapen de la corrupción’, en los testimonios escritos pululan los ejemplos; la criminalidad contra líderes de la izquierda e independientes se ‘salió de madre’: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, candidatos presidenciales, fueron asesinados por la alianza de las mafias del narcotráfico, agentes estatales, paramilitares y políticos corruptos, para no hablar del ya reconocido genocidio contra la Unión Patriótica. En síntesis, a todas las troneras de un ‘Estado fallido’ —así estaba en el mandato de la ‘séptima papeleta’— hubo que hacerles total reparación (permítame la comparación coloquial: incluida la ‘latonería y la pintura’ del andamiaje institucional), la cual le correspondió al Constituyente de 1991.
El equívoco en el que incurren Procuraduría y Contraloría hunde sus raíces en el mismo debate constituyente.
Desde el mismo inicio de las deliberaciones en la Asamblea (‘debate general’), uno a uno los delegatarios dejaron consignados los propósitos e iniciativas con las cuales se pretendía poner el remedio a las troneras y raspaduras del cuerpo institucional.
No era isible, como venía sucediendo por más de un siglo, seguir ejerciendo el gobierno mediante la aplicación permanente de la excepcionalidad del Estado de sitio; no se podía hablar de democracia cuando el sagrado equilibrio de la Rama de los poderes no era cosa distinta que la cooptación del Ejecutivo de las otras Ramas del poder, como tampoco se podía seguir creyendo que la garantía de unidad nacional y territorial podía fundamentarse en el desprecio y desconocimiento de nuestra variopinta diversidad.
Los constituyentes conservadores y los delegatarios indígenas sembraron en el debate las preocupaciones sobre el cuidado de la naturaleza, los derechos ambientales, esenciales por estos tiempos de cambio climático, de calentamiento global. Constituyentes oriundos del Caribe acordamos impulsar un nuevo orden territorial, incluido el reconocimiento de los territorios ancestrales de las comunidades indígenas, el surgimiento del Estado regional, la asociatividad provincial y el fortalecimiento de lo municipal.
Se pretendió detener la hemorragia de la corrupción, por supuesto, con la revocatoria del Congreso de entonces, la creación de la efímera figura del veedor con superpoderes, y al procurador y contralor, autoridades istrativas, se les otorgaron poderes expeditos (desbordados), incluida la atribución sancionatoria de destituir servidores públicos elegidos popularmente.
La urgencia por suturar la vena rota, hay que reconocerlo, nos hizo olvidar el compromiso con la Convención Americana sobre Derechos Humanos —Pacto de Costa Rica—, que establece que los elegidos por el voto popular solo pueden ser destituidos “exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, por juez competente, en proceso penal”. Así, pues, se honra el convenio o, como el vecino que se critica, seremos otro Estado paria, violador de los derechos humanos.
HÉCTOR PINEDA
* Constituyente 1991