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El aire podrido de Bogotá

La ausencia de controles de las emisiones mantiene narcotizados por CO2 a los ciudadanos.

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La alarma, como en las escenas de celuloide previas al bombardeo, recorrió el territorio. Lo que en la noche era una emergencia ambiental en tres localidades, todas ellas con instalaciones fijas contaminantes, como una enorme mancha de petróleo rodando después del atentado dinamitero, con las primeras horas del amanecer, la nube envenenada se había instalado en la ciudad de Bogotá.
Las primeras voces que opinaron, la verdad sea dicha, intentaron tranquilizar a la ciudadanía que empezaba a aglomerarse en las estaciones del transporte masivo, somnolientas, con un desacostumbrado ardor en los ojos. Con tecnicismos, más para ocultar que para descorrer las explicaciones sobre el acontecimiento, hablaron de ‘inversión térmica’, sin explicar la dimensión y alcance de tal calificación; otros pusieron la explicación en ‘naturales incendios forestales por las altas temperaturas’, agravado por las ‘quemas campesinas’. Aunque las autoridades encargadas de dar las explicaciones correspondientes minimizaban el hecho, la ruana de suciedad, hermética, atrapaba los primeros rayos de sol y, desde lo alto de los Cerros tutelares, los ciclistas que acostumbran salir a ‘respirar sanamente’, acompañando con las imágenes de las fotografías captadas desde sus smartphone, pusieron el grito en el cielo en las redes sociales sobre la gravedad de la nube de hollín. El escándalo, entonces, no se pudo ocultar: “Bogotá asfixiada en un panorama ambiental gris”.
Las voces de algunos que advirtieron la gravedad sobre el permisivo descontrol de las emisiones, tanto de fuentes móviles y fijas, con vehemencia, se escucharon no solo reiterando sobre los daños de los gases de la emisiones de los combustibles fósiles que producen el denominado cambio climático, (desquicie del clima causado por los gases de la combustión de la gasolina, el diésel, el gas natural y el carbón), sino que, en esta oportunidad, también se atrevieron a indicar que el aire contaminado de Bogotá, ni más allá ni más acá, tenía el olor nauseabundo de la corrupción.
Desde los tiempos de los incendios de los troles eléctricos, relataron, una casta de políticos y de negociantes inescrupulosos, con artimañas y violencia, se hicieron al control del negocio de transporte público en Bogotá. Plata, clientelismo, financiación de autoridades y campañas electorales, entre varios mecanismos malsanos, sirven para capturar los escenarios públicos de las decisiones con las cuales, como se hace hasta la fecha, atiborrar el mercado de la movilidad pública y privada, con tecnologías obsoletas que, literalmente, son basura.
Como lo han denunciado los conocedores del entramado de complicidades y recovecos que mueve el negocio mega millonario de la movilidad masiva, desde las altas cúpulas del poder, incluso que trasciende las fronteras nacionales, se toman decisiones encaminadas a mantener la cada día más agónica economía movida por los combustibles fósiles, prohibidos en 14 países desarrollados.
Bloqueos a los controles de las emisiones móviles, con “copia y pega” de normas trasplantadas sin rigor a nuestra realidad, Norma Técnica Colombiana (NTC), reglamentan el mercado dejando los resquicios suficientes para permitir que “vehículos pichos” superen controles; de igual manera, la elaboración de metodologías a la medida de las compañías de automotores, sumado al “salpicón” de estándares (EPA /Uepa), la infiltración en los “algoritmos de los Software” para manipular las lecturas de los gases, la negación de tecnologías de filtrado, hasta la rupestre embadurnada con Coca Cola que adhiere partículas contaminantes, entre otros métodos, son utilizados para evadir controles.
La ausencia de controles de las emisiones, como afirman toxicólogos, mantiene narcotizado por CO2, partículas finas, ultra finas y aerosol a los 2´293.540 s del transporte público, sin contar peatones, ciclistas y el olor del aire podrido por la corrupción que ingresa a nuestras casas, sin permiso, y mata.
@tikopineda

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