El M-19, desde el momento mismo de su acción fundante, el robo de la espada del Libertador Simón Bolívar (aunque dicen los historiadores que pensaron sería la toma armada del Concejo de Bogotá), marcó una ruptura con los paradigmas de la guerra y la política en Colombia y América Latina, incendiada en guerras civiles.
Desde las armas, para contar el cuento en la letra de los historiadores, rompió con la visión que creía que los fierros, cual falo incorporado al cuerpo, constituían un fin en sí mismos, la razón última. También, con desparpajo, mandó para el carajo la creencia de comunistas de que la violencia era la partera de la historia. La irreverencia ‘eme’ fue promovida por el desabrochado caribeño Jaime Bateman, quien entonces se convirtió en la vedette mediática, en el foco de las críticas, el señalamiento de los zurdos y en el objetivo militar del ejército, el cual, por mucho que lo intentó, jamás pudo capturarlo ni matarlo en combate. Como los personajes de las guerras civiles del mítico Macondo, Bateman sobrevivió a las emboscadas del ejército gubernamental, a las enfermedades tropicales contraídas en el sopor de las picaduras de los bichos de la selva, a las traiciones de los torturados, a las aguas podridas de escondites malsanos y al fragor de los amores que, como marinero, sembró en cada puerto. Un vuelo mortal, sin brújula, en compañía de un político conservador de su tierra natal, le puso fin a sus días.
Así pues, desde la irreverencia armada, el M-19 impuso la lógica según la cual las armas debían ser el medio para hacer visible la política que, en Colombia, sería la de la lucha por la democracia, alejándose de los planteamientos de la izquierda de la lucha socialista, como tránsito a una sociedad comunista. Enhebró, con los eslabones de la cadena de los afectos, de la política del amor, derramado por los poros y las enormes carcajadas del deslenguado comandante del ‘eme’. Quienes lo conocieron cuentan que en él todo fue alegría y optimismos y, por eso, criticando los discursos de plañideras de la izquierda, se atrevió a proponer la revolución como fiesta. “La revolución es una fiesta”, sentenció cagado de la risa.
Todo el registro del legado quedó en un apretado archivo custodiado por Artunduaga (uno de sus fundadores), solicitado como asunto de interés de estudios académicos. El M-19, hasta su desmovilización, dio que hablar y era referente esencial en la política, en la guerra y en la paz. Democracia y paz era la bandera detrás de cada disparo, de cada toma, de cada camión robado de leche.
Probablemente, con la acción puramente fincada en el uso de la técnica de la guerra, se perdió la magia. El Palacio de Justicia, entonces, se convirtió en la dolorosa lección del camino extraviado. Por esos tiempos de soledad, la decisión de negarse a deshumanizarse en las armas, “revolución que pisotea la dignidad humana no es revolución”, sentenció Álvaro Fayad en Campo América, reenfocó el accionar, visión seguida por Carlos Pizarro, quien meses después condujo al M-19 a la paz. El camino extraviado, en la mirada sin complejos, la palabra poética y el talante generoso de Pizarro, para siempre, fue recuperado.
Así pues, la última gran acción de audacia del M-19, en momentos en que la lógica gubernamental y de la izquierda empujaba al escalamiento de la confrontación bélica, fue la firma de la paz y el desarme. En un avión comercial en vuelo asesinaron a Pizarro, y con él, la magia del ‘eme’. Mucho de lo que quedó, con contadas excepciones, es mamertismo dogmático, funcional a la matriz del régimen y los paradigmas escleróticos.
@tikopineda