Rafael Campo Miranda cumple 100 años en agosto y lleva casi 80 componiendo.
Campo empezó a crear música cuando en los clubes sociales de Barranquilla se bailaba, como en Viena, la música de Strauss. Nada de porros “plebeyos, de espantoso arrabal, no aptos para gente de salones decentes”.
Por fortuna, su canción ‘Playa’ fue grabada en el sello Orión de Buenos Aires, con la Orquesta de Eduardo Armani. os y arreglos estuvieron a cargo de su amigo Pacho Galán (ambos de Soledad, Atlántico), y el disco entró a Colombia por Bogotá, donde tuvo un éxito colosal.
Galán la trajo al Club Barranquilla, pero, prevenido por los prejuicios, no la presentó como porro sino como un ‘hit’ internacional de Campo Miranda. La gente se entusiasmó, y los clubes abrieron sus puertas a toda su música.
Entonces el porro tradicional de las sabanas de Bolívar no llevaba letra. La tecnología del micrófono no llegaba aún al campo, donde las bandas de música recibían la alborada y podía escucharse a lo lejos el sonido de los vientos instrumentales, pero no la voz de un cantante.
“Al porro no se le pone letra”, se decía con rigor. En cambio, tocar en los clubes era distinto. Había un micrófono para cada instrumento.
Existen tantas anécdotas como canciones en el generoso repertorio de Campo Miranda. El espacio nos da para recordar dos.
‘El pájaro amarillo’ nació en Villavicencio, mientras Campo bordeaba un afluente del Meta y divisaba en el verdor del paisaje una niña y un niño que se daban un beso. De pronto, Campo vio revolotear un pájaro amarillo. Cuando los muchachos se besaron, el toche dio vueltas y salió volando con rapidez a una flor cercana del follaje. El compositor elucubró: ¿Qué tal si ese pajarito, entusiasmado con la muchacha, no aprueba ese beso, da vueltas, aletea y sale volando?
Título inequívoco: ‘El pájaro amarillo’. Fueron tantas las emociones que despertó esta canción y tantas las regalías obtenidas con ella que Campo se compró un carro amarillo, pintó su casa de amarillo y regaló trajes amarillos a sus hijos.
En el origen de ‘Lamento náufrago’ hay otra historia de idilio pasional, el imborrable recuerdo de un amor a primera vista. Ella se llamaba Adriana, y Rafa, como le dicen quienes lo quieren, la conoció en el viejo muelle de Puerto Colombia. Un encuentro casual de miradas: él la invita a caminar por la playa, ella acepta, le dice que es mexicana y está hospedada en el hotel Esperia. Alta, esbelta, de bella voz y lindo caminar. Una mujer mayor que Rafa, de apenas 25 años, que, enamoradísimo le ofrece matrimonio. Pero la bella Adriana tiene marido en México. Apenas estará sola durante ese mes en Puerto Colombia.
“Nos bañábamos juntos a la luz del plenilunio de aquellas noches y nos acariciábamos sobre la arena mojada”, le confesó Campo Miranda a Daniel Samper Pizano en un Carnaval de las Artes.
El romance duró sus treinta días, hasta la mañana en que Rafael fue a buscarla al Esperia. Su dueña le dijo: “Esta mañana, un carro vino por ella”. Se fue sin un adiós.
Tres días más tarde, el compositor recibiría una cartica que, más o menos, decía: “Mi querido Rafa, soy una mujer ajena. Jamás podré olvidar nuestras caricias bajo el muelle. Quedaron grabadas en mi memoria. Me he de morir con esos recuerdos nuestros a la orilla del mar. Tuya por siempre, Adriana”.
Tampoco puso dirección alguna. Muchos años después, cuando Juan Carlos Coronel grabó ‘Lamento náufrago’, Campo Miranda recibió un telegrama desde Panamá que decía: “Rafa, se han vuelto a acordar de nosotros. Tuya, Adriana”. Y nada más. Un telegrama y un recuerdo que Campo Miranda, a sus cien años, sigue evocando con nostalgia.
HERIBERTO FIORILLO