Interrogado recientemente sobre el particular, el director de Excelencia en la Justicia informó a su audiencia radial que fueron doce los intentos fallidos de reforma del régimen constitucional de la istración de justicia formulados durante los últimos tres periodos presidenciales.
Esa insistencia en el intento y en el fracaso haría pensar que la discusión sobre las instituciones que presiden el desenvolvimiento de la actividad judicial constituye un componente invariable del discurso ciudadano, un elemento del paisaje.
Se desprendería de allí que los colombianos descreemos de la justicia y disentimos de su experiencia cotidiana de manera tan radical, que la sustitución de sus estructuras actuales constituye nuestra única obsesión colectiva.
Ahora bien: es cierto que, sin que alcance esa teratológica dimensión de “sentimiento trágico” de la vida civil, las disfuncionalidades y los pecados de servidores de la tercera rama del poder tienen un lugar preeminente en las preocupaciones ciudadanas y son percibidos por la comunidad como agobios injustos que deben ser superados.
Pero entonces ocurre preguntar: ¿por qué los intentos de reforma se descalabran puntualmente uno tras otro?
Al menos tres razones explican el reiterativo insuceso: la futilidad de la mayoría de los emprendimientos, la ausencia en ellos de un criterio animador e integrador y, siempre, la inidoneidad del procedimiento a través del cual se ha pretendido convertir los proyectos en normas constitucionales.
La observación atenta de los empeños de reforma judicial que se acometieron en este reciente pasado pone en evidencia como nota común a casi todos ellos (es de justicia exceptuar el intento logrado del ministro Esguerra Portocarrero y el nonato de Gómez Méndez) su falta de seriedad, si se entiende por tal la relación entre el emprendimiento de una acción o un proceso y la voluntad de coronarlo porque sus propósitos se perciben como necesarios, adecuados y urgentes. Seriedad es aquí lo contrario de deportivismo y desaprensión.
A esta luz, se echa de ver que las ocurrencias de que hablo han sido concebidas como expedientes para afrontar los apuros de un gobierno escaso de programas, o de un ministro novel en trance de justificar su inesperado al cargo o, peor aún, de personajes públicos de variado calibre urgidos de rehabilitar una notoriedad desfalleciente.
El bien estimable de la elevación de la calidad de las instituciones, que de alguna manera está presente, se acompasa con el objetivo de colmar un déficit político del promotor de la iniciativa que ofrece liberar la istración de justicia de sus lacras e insuficiencias.
A fuerza de experimentar su repetición, conocemos bien la receta: tómense aquí y allá estos o aquellos textos de la Constitución que ofrezcan alguna vulnerabilidad, o aquella institución que previamente haya sido posible desprestigiar, lo merezca o no; pergéñese una fórmula de reemplazo, si es posible con la colaboración de expertos, y mejor aún si estos efectivamente lo son; etiquétese el producto como reforma definitiva de la justicia.
Los pactos secretos que resulten de las maquinaciones con algunos magistrados de las altas cortes perfeccionarán el engendro que se lleva al Congreso para lo de su cargo.
El frívolo expediente termina generando un nuevo peligro, más que una oportunidad de mejora, porque, en el fondo, la presunta experiencia reformista, convertida en fin de sí misma, posterga la preocupación por el mérito del resultado final a un plano subalterno.
Esta tesitura, claro está, no se limita a ser estéril. Es también profundamente amenazadora de la calidad de nuestras instituciones, y causa segura de su empobrecimiento cuando el intento llegara a concretarse, lo que por fortuna no ha ocurrido, pues, por paradójico que suene, el fracaso de los emprendimientos fútiles significa el triunfo de la Constitución. Y también el nuestro.
HERNANDO YEPES ARCILA