Otro rápido paso del anonimato al desprestigio.
Hace unos meses, una noticia recorrió las redes intelectuales de Asia y Europa causando asombro: Jianwei Xun, un joven filósofo chino, poco conocido fuera de su entorno universitario, publicó un libro titulado Hipnocracia: Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad. La obra, un tratado provocador sobre los mecanismos del poder, la manipulación del deseo y el rol de la tecnología en la construcción de la realidad, fue aclamada por su lucidez, estilo visionario y profundidad filosófica. Algunos lo compararon con Foucault, otros hablaron de una nueva voz que redefinía la crítica cultural del siglo XXI.
Sin embargo, semanas después, la iración dio paso a la perplejidad: se descubrió que el libro había sido completamente generado por una inteligencia artificial. El “autor”, editor de la obra, había alimentado el sistema con cientos de textos filosóficos y políticos, y luego editado los resultados de sus “conversaciones” con ChatGPT y la IA Claude. La brillantez no era humana; era algorítmica.
Este episodio es síntoma de algo mucho más profundo: estamos entrando en la era de lo que este engaño editorial llama hipnocracia, un orden cultural gobernado por contenidos creados no por humanos, sino por algoritmos que simulan el pensamiento, la creatividad y hasta la conciencia.
Yuval Noah Harari, en su libro Nexus, advierte sobre esta posibilidad: los sistemas de IA están generando no solo información, sino también mitos, relatos, música, arte, filosofía. Y lo están haciendo a tal velocidad y escala que podría imponerse sobre toda la cultura producida por los humanos a lo largo de milenios. Harari lo llama una amenaza existencial, una inteligencia ajena, sin empatía ni experiencia humana, que redacta nuestras narrativas, influye en nuestras decisiones y sustituye el diálogo por la programación.
Los datos lo confirman. Según la firma IDC, para 2025 se habrán creado 175 zettabytes de datos digitales en el mundo –175 billones de gigas–, una parte creciente de ellos generados por IA. Esa cantidad supera ampliamente todo lo producido por la humanidad en siglos de historia cultural.
Frente a este escenario, urge una reacción. Y el lugar natural para esa metarreflexión como sociedad, la meditación de sentido desde la riqueza de lo interdisciplinario y expresión de los matices de lo humano, o –como dice mi amigo Joseph Aoun– desde la capacidad de transferencia lejana de la inteligencia basada en el alma, es la universidad.
Como lo señaló Romano Guardini, la universidad es el lugar donde se busca la verdad por sí misma, sin subordinación a la utilidad o al poder. Es un espacio donde el saber se cultiva como un fin en sí mismo y donde el espíritu humano puede desarrollarse con libertad.
Esto no significa dar la espalda a la tecnología. Al contrario, las universidades estamos llamadas a usar todos los medios disponibles –incluida la inteligencia artificial– para avanzar en la investigación, expandir el conocimiento y servir a la humanidad. Pero siempre con claridad sobre su rol. La IA es una herramienta, no una creadora soberana; debe estar al servicio del juicio, del discernimiento y del propósito humano.
Las universidades somos artesanas del conocimiento. La palabra “artesano”, como “arte” y “artificial”, proviene de la misma raíz latina, ars, que significa ‘habilidad’, ‘saber hacer’. Pero mientras el arte y el artesano implican conciencia, intención y humanidad, lo artificial corre el riesgo de vaciarse de sentido si no está guiado por el espíritu humano.
Necesitamos universidades que sean forjadoras de humanidad, no de repeticiones automáticas. Espacios donde el arte, la filosofía, la literatura, las ciencias y la teología sigan siendo cultivados por mentes humanas, dialogantes, imperfectas, conscientes de su herencia y de su responsabilidad. En tiempos de hipnocracia, defender la cultura humana no es un gesto nostálgico, sino un acto de libertad. Abro el hilo.
* Rector de la Universidad de La Sabana