Ciertos años tienen la lógica ilógica de los sueños. Qué tal el clímax de este bisiesto vertiginoso e interminable, "Fuck 2024", ante el mapa rojísimo de Estados Unidos: "Va a ganar Trump”, pensamos, “va a ganar porque ya no habla de fraude". Qué tal su victoria aplastante –la aguja medidora de The New York Times moviéndose más y más y más a la derecha– en el insomnio del miércoles 6 de noviembre. Qué tal el sobreanálisis para evitar el duelo. Qué tal los vaticinios del pasado: "Harris fue ungida", "jugaba a la corrección política mientras servía a un exterminio", "hizo su campaña sobre Trump". Qué tal el hallazgo de que los gringos son gringos. Y el mensaje triunfal del dueño que censuró a The Washington Post. Y la destemplada carta de amor en la que el verdugo de Gaza celebra el "comeback histórico" de su amigo Donald. Despiértenme en Navidad.
Sé que la palabra "histórico" se malgasta en partidos de fútbol y en posverdades de politiqueros que irán a parar al infierno, pero es histórico, o sea, un giro en el drama de la especie, que semejante país reelija a un sociópata a sabiendas de que lo es. Nuestros líderes setenteros, que llaman castrochavistas o fascistas a quienes señalen sus arbitrariedades, también sueñan con el fracaso de la democracia liberal –con su protección de derechos, su separación de poderes y su catálogo de instituciones–, pero es que Estados Unidos está a punto de cumplir 250 años de ser un ejemplo. Y la resurrección del condenado Trump, que suena y se parece a Harry el sucio, no es una anomalía, sino la expresión de un mundo ochentero que no solo detesta los sermones políticos y desdeña los partidos, sino que lleva décadas viendo heroicos a los villanos.
La historia es más cómica que trágica porque todo sigue, y los finales no son finales, sino episodios.
Hace cuatro años, cuando un hombre blanco venció al macho naranja, todo parecía indicar que los yanquis estaban reivindicando el republicanismo, pero no solo lo digo para que aquel falso final feliz nos revuelva el estómago de hoy –habíamos quedado en que nos habíamos salvado–, sino para recordarnos que este peligrosísimo sometimiento a la megalomanía, esta restauración del caudillismo que lo desdibuja todo, esta venganza de una élite burda que denuncia el elitismo de sus enemigos, esta Tierra colapsada que está acostumbrada a los migrantes antinmigrantes, y este cisma social, que reduce la inundación de Valencia o el Giro de Rigo a pretextos para aniquilar a los rivales, también pasarán: Trump y el trumpismo se irán. La historia es más cómica que trágica porque todo sigue, y los finales no son finales, sino episodios.
Hay una mayoría feliz, que piensa que este es el mejor año de su vida, porque Trump derrotó a la hipocresía. Puede servirnos, a los demás, agarrar a sombrerazos al próximo analista que diga "es que esta era una campaña del miedo contra la esperanza"; encajar el golpe de una buena vez; ejercer el sagrado derecho al malestar; cumplir uno mismo, en su vida, las promesas de la democracia, y recordar que el remedio a la impotencia, que se siente ante las guerras y los resultados de las elecciones ha sido, es y será vivir bien e ir viendo. No hay que ser muy viejo para reconocer que esto siempre va a ser empinado. No vendrán valles eternos ni van a durar los finales felices. Pero sí va a haber cierta paz, contraria al desaliento, apenas dejemos de sentirnos superiores, apenas reconozcamos que no somos mejores ni peores que los que votan por el malo.
Quizás la humildad, que en el fondo es realismo, y entiende que los rivales no van por el otro candidato porque son idiotas sin posgrados, sea siempre el paso a seguir. He aquí otro bisiesto histórico definido por el triunfo de Trump. O sea la enésima oportunidad para vivir una vida que sea un triunfo de la oposición.