A riesgo de que me consideren obsesivo, debo hablar de la Universidad Nacional. En un momento oscuro como el que atraviesa hoy, no puedo desprenderme de mi relación emocional y de trabajo que empezó el año 1964, cuando inicié mis estudios de química.
Los estudiantes siempre han sido hombres y mujeres jóvenes, muy inteligentes, con aptitudes y deseos de desarrollarse en disciplinas que son su vocación, y buscan en la universidad lo que les hace falta para lograrlo: conocimiento. Los profesores están, en su gran mayoría, igual de apasionados por sus disciplinas. Quieren investigar para aumentar sus conocimientos y transmitirlos en la relación enseñanza-aprendizaje que establecen con sus alumnos.
Hoy se trata de convertir el término ‘conocimiento’ en una ‘incorrección elitista’. Espero que aún haya muchos que no acepten esa maroma retórica. Quienes quieren ser médicos necesitan saber anatomía, fisiología y patología; los candidatos a arquitecto deben experimentar en talleres y desarrollar capacidad de cálculo para que no se caigan sus estructuras; los abogados deben sumergirse en leyes y jurisprudencias; los científicos naturales tienen que experimentar con la materia, y así cada disciplina. Todos deben adquirir formación humanística, matemática y estadística en diversos grados.
Eso ha desaparecido del discurso dominante hoy. Solo se convocan asambleas y mesas de trabajo para discutir exigencias de grupos y construir el “poder constituyente universitario”. A quienes asumimos en el pasado responsabilidades de conducción académica nos tildan de “oligarquía dominante”.
Los discursos son repetitivos, se diferencian en matices menores que son modulados por aplausos y gritería, y llevados así a su expresión más extrema.
Siento que vivimos lo que algunos autores llaman “ilusión de unanimidad”, y que tiene varios nombres. El primero en plantearla fue Schopenhauer, que la llamó “pensamiento único” y lo definió como aquel que se sostiene a sí mismo sin necesidad de referentes externos. Marcuse lo llamó “pensamiento unidimensional”, y Chomsky, el “problema de Orwell”. Todos se refirieron a él como la imposición de un pensamiento impuesto por el poder dominante, carente de reflexión y de reconocimiento de su complejidad. Creo que ninguno analizó lo que pasaba cuando el poder cambiaba de manos. La historia mostró, con los regímenes autoritarios, que sucedía lo mismo; solo que peor.
Quien mejor ha analizado el problema desde el punto de vista psicológico es Irving Janis, profesor de Yale, quien lo llama “pensamiento de grupo”. Su definición fue: “El modo de pensamiento que las personas adoptan cuando están profundamente involucradas en un grupo cohesivo... y por unanimidad hacen caso omiso de valoraciones alternativas”.
Discute varios antecedentes que llevan a esta situación: aislamiento del grupo, instrucciones provenientes de un liderazgo fuerte, falta de normas de procedimiento, homogeneidad ideológica, exclusión de los ‘extraños’, además de otros. También presenta algunos síntomas para diagnosticar la situación. Los más recurrentes son: ilusión de invulnerabilidad, creencia incuestionable en una supuesta moralidad superior inherente al grupo, visión estereotipada de los oponentes, autocensura, ilusión de unanimidad, presión directa a quienes se oponen a una idea y que se encargan de ‘proteger’ al grupo de informaciones contrarias.
Eso es exactamente lo que pasa. Son asambleas y reuniones amorfas, sin quorum ni reglas de mayoría, sin ninguna evidencia de que los participantes efectivamente representan a una población amplia, y con presión, mucha presión. Nadie que no tenga vocación de gladiador es capaz de pararse y oponerse públicamente a la idea dominante. Los discursos son repetitivos, se diferencian en matices menores que son modulados por aplausos y gritería, y llevados así a su expresión más extrema.
Dolor de universidad.