En uno de los aforismos del Tractatus Logico-Philosophicus, del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, nos dice que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Es decir, que habitamos ese espacio intangible, insondable y poderoso con el que nos comunicamos con nosotros mismos, con los otros y con nuestra realidad.
Esto explica por qué generó —y sigue produciendo— incomodidad, el lenguaje inclusivo y, en el contexto político colombiano, lo dicho por la candidata a la vicepresidencia del Pacto Histórico, Francia Márquez. El uso del ‘todes’, ‘los nadies, las nadies’ y ‘las mayoras’ llama a interpretar el mundo de una manera distinta, ofreciendo voz y reconocimiento a quienes no se sienten representados por el lenguaje actual. No es extraño que la oposición, más conservadora, encontrara peligrosas las palabras de la candidata. Estas amenazan el statu quo de un mundo anquilosado en estructuras sociales convencionales.
Sin embargo, los agentes de la censura del lenguaje parecen olvidar que este se desarrolló de manera transgresora, incorporando las palabras y modos de uso del latín vulgar. El español que hablamos no es impoluto, se está transformando, cambiando de manera constante. De hecho, cada año el Diccionario de la Lengua Española incorpora nuevas palabras. En su nueva edición, de 2021, incorporó 3.836 modificaciones entre nuevos términos, enmiendas y acepciones.
En cuanto a la censura, esta no es nueva. Desde tiempos inmemoriales el lenguaje ha incomodado a sectores de la sociedad y ha sido castigado por ello. Pensadores como Aristóteles y escritores como Oscar Wilde, George Orwell e incluso, de manera más reciente, la escritora Harper Lee, han sido prohibidos en ciertos círculos. El lenguaje incluyente también ha levantado mucho polvo en diferentes geografías.
En todos los casos, el peligro es el mismo: el lenguaje como desestabilizador a través de una realidad que incomoda, que sacude los cimientos morales enterrados en nuestro inconsciente colectivo.
Estas elecciones han surgido como una posibilidad de reformulación de nuestra visión de nación y son un momento propicio para comprender que el cambio debe ser también lingüístico.
Lo que encierra la decisión de la candidata de usar lenguaje incluyente es que el lenguaje importa, determina nuestra visión de mundo, como anotó Wittgenstein. Y en la medida en que comprendamos esto y nos abramos a una nueva posibilidad lingüística, podremos abrirnos a un nuevo modo de entender la realidad.
Pero esto no solo aplica para el lenguaje incluyente. De hecho, el contexto político actual es una buena oportunidad para prestar atención a las relaciones con el lenguaje: las últimas semanas han sido vergonzosas a causa de la disputa electoral, comentarios racistas e insultos, entre sectores de la sociedad, han permeado el debate público.
De modo que, en vez de cerrarnos a la apertura de las palabras planteadas por la candidata vicepresidencial, deberíamos aprovechar la oportunidad para revolucionarlas. En esta revolución podríamos eliminar expresiones militares, utilizadas por muchos políticos, como “dar de baja” o “neutralizar”, que deshumanizan, son excluyentes y encierran una visión de mundo donde la vida no es importante, no la de todas las personas. Podríamos desterrar el insulto como argumento e incorporar en nuestro vocabulario la compasión y el reconocimiento de la otredad.
No hay que tenerle miedo a la revolución de las palabras. El lenguaje siempre ha sido revolucionario. Estas elecciones han surgido como una posibilidad de reformulación de nuestra visión de nación y, sin importar quién gane, son un momento propicio para comprender que el cambio debe ser también lingüístico para que sea de fondo. De hecho, no podemos alcanzar la paz si en nuestro lenguaje invocamos la guerra