No fue un día cualquiera. Aun si no se divisa con claridad, lo del domingo 13 de marzo implica la convulsión de las bases políticas de la república, el hundimiento del viejo país. No significa que naciera uno nuevo o que la jornada tuviera aires de gesta. No, porque, aunque ganen elecciones, el socialismo en América Latina no ha tenido una sola buena idea desde la caída del Muro de Berlín ni antes. Se valen y juegan con la frustración ciudadana para presentarse como salvadores. Tanto han fracasado que el mismo Marx deambuló con supuestos que desconocían el antropo, que ignoraban los mecanismos del egoísmo, la inevitable necesidad humana del estímulo para producir.
Son, pues, los prolegómenos de una tragedia, aunque les aflore ambiente festivo y de celebración. El escarnio de las ejecuciones públicas en el patíbulo tenía de eso, y de ahí la arquitectura escénica del tablado, las bayetas negras, las trompetas y sus aires fúnebres. Solo que en este caso el verdugo y condenado se funden en uno solo en una especie de suicidio colectivo.
En uno de sus más recientes balbuceos, uno de los más conspicuos implicados, decía que “el principal responsable de esa disminución soy yo, por la afectación a mi reputación”. Se quedó muy corto en la glosa de semejante eufemismo, como si no fuera un tema de profundas cavidades legales. No se trata de una ordalía o juicio de Dios; ni más faltaba. Pero sí habría que recordar que uno de los suicidas, el pueblo, sobredimensionó al redentor.
Sin desconocer que le prestó inestimables servicios a la patria, que se le agradecen, también dilapidó la bonanza de las materias primas. Ese pueblo votó hace cuatro años no solo anhelante del talante del líder, sino también en proporción al espejismo que apuntaló la prosperidad minero-energética. Pero no era más que una lotería que empujó a que, felices, asistiéramos a la revaluación del peso; que nos hizo sentir como los saudíes de América Latina, mientras continuaba el desmantelamiento del aparato productivo. Era más bien un émulo de la prosperidad al debe.
Como la desgracia de una sociedad no suele ser de súbito, ahora estamos ad portas de quedar en manos de fabricantes de pobreza que llevan años añejando sus anhelos de poder.
El fracaso no podía ser más rotundo, tanto porque ni lo uno ni lo otro. Ni había líder ni había bonanza. De algo habría servido recordar lo que Lyndon B. Johnson le contaba a su biógrafa Doris Kearns Goodwin: “Algunos hombres quieren poder simplemente para pavonearse por el mundo y escuchar la melodía de Hail to the Chief”. Es que también fueron víctimas de su propio invento. Para llegar al poder exageraron hasta la saciedad, verbigracia, la política hacia Venezuela o el acuerdo de paz, aun con todos sus errores y falencias. Al respecto, daba grima ver la recogida de velas del efímero candidato Óscar Iván Zuluaga.
Pero como la desgracia de una sociedad no suele ser de súbito, ahora estamos ad portas de quedar en manos de fabricantes de pobreza que llevan años añejando sus anhelos de poder. No importa que estén dirigidos por un megalómano que nunca ha creado un empleo en su vida, por quien hasta el crimen de la guerrilla, como el secuestro, fuera la fuente de sus ingresos para comer, comprar su primer televisor a color, un comedor pequeño, una cama y para conseguir dizque algo de ‘dignidad’. Basta con revisar las páginas 107 y 121 de su autobiografía Una vida, muchas vidas.
No importa que sean los mismos de la primera línea, que, con odio y rabia profunda, dosificaban tras bambalinas el triunfo popular, el freno, la acumulación de fuerzas o juntas de defensa barrial. Los mismos de la combinación de todas las formas de lucha que se aventuraban al golpe de Estado en medio de un paro nacional.
Es esa génesis la que convierte la perspectiva de la alternancia presidencial en Colombia en un problema, en efecto, muy grave, en una amenaza sin precedentes. Porque bienvenida la izquierda, el país la necesita, pero no la violenta y antidemocrática.
Debería dárseles esa lección y mensaje civilista, que necesitan un nuevo líder y una nueva actitud, aunque parece realmente remoto pues, a menos que ocurra un milagro, el país se nos escapa de las manos. Se podría apelar a la divina providencia, suplicar, expatriarse, solo para descubrir en breve que la condena nada cambiará, que vamos lento pero indefectiblemente camino al cadalso.
JOHN MARIO GONZÁLEZ