Cuando la bella y amable oficial de migración en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, me dijo “bienvenido” entendí por qué era infundado mi temor de no poder ingresar a España a proseguir un periplo académico que ya completaba algunos años entre México y Estados Unidos. Transcurría julio de 2001. Aunque la protesta de escritores y artistas colombianos al gobierno de José María Aznar por la exigencia de visado a los colombianos no surtiría ningún efecto, la medida solo entraba en vigor en enero de 2002. Eso me explicaron meses antes en el consulado español de Ciudad de México. Aun así, pasaba las noches en vela en un pequeño cuarto en la azotea de un edificio pensando que me fueran a devolver por no tener una beca ni un centavo para justificar el viaje.
Pero al ver aquel día la avalancha de colombianos haciendo fila, también para ser itidos, algunos muy mal encarados, comprendí que estaba frente a la benevolencia en el tratamiento a una de las mayores migraciones económicas de la historia latinoamericana. Sin embargo, Aznar tenía razón, ningún anfitrión podría recibir huéspedes de manera ilimitada. Eso que España estaba en su mejor momento económico en más de un siglo.
La imagen y la reflexión siempre me dan vueltas, a veces me angustian, no solo por una de las deshonrosas consecuencias, que los colombianos acaparábamos la crónica roja de los informativos españoles; también porque, en esencia, no hemos cambiado y el país continúa siendo un tempestuoso lugar para vivir. Ni en los mejores momentos de la ‘bonanza’ que vino después dejamos de expulsar centenares de miles de compatriotas.
Incluso, antes de la pandemia, la Encuesta Mundial de Gallup sobre migración potencial nos mostraba como uno de los países donde la gente más quería emigrar. Pero con lo que sucede ahora y con la infausta gestión sanitaria y económica de la pandemia, el país está frente al inminente riesgo de una desbandada, de una salida en masa de nuestros muchachos y de los que no lo son, apenas se normalice el tráfico aéreo internacional.
No sé qué sino trágico tenemos los colombianos, pero los dos meses y medio que tuvo el país para prepararse de poco o nada sirvieron. Se recurrió a un confinamiento que estranguló la economía, nos empobreció y ahora Colombia es el país con más contagios y muertes por millón de habitantes del mundo en las últimas dos semanas, nada más y nada menos, de acuerdo a la Johns Hopkins University. En breve será el quinto país con más contagios netos del mundo.
Por si fuera poco, el auge del narcotráfico, de los grupos armados ilegales y las masacres recuerdan los aciagos años de envilecimiento del país, del Estado fallido de los gobiernos de Samper y Pastrana. Claro, no es en realidad responsabilidad principal del gobierno Duque. Más bien, de las malas concepciones del acuerdo de paz y la promoción del narcotráfico en que terminó convertido su capítulo de drogas.
Poco a poco, el país camina el destino trágico de violencia y la crisis económica, que se repite una y otra vez, que crea temor y angustia en nuestros jóvenes, quienes ven desparecer las pocas certezas y cómo la falta de oportunidades les negará el derecho siquiera a una pulgada de suelo en su propia patria. El país aún está a tiempo y debiera generar los incentivos a fin de evitar la muy probable desbandada, como la de comienzos de siglo, apenas se abran de nuevo las fronteras aéreas. Claro que me temo que no hay muchos dolientes y por eso en algo tengo que corregir. En que estos meses sí han servido a algunos para acumular poder, poner todo el aparato gubernamental al servicio de cuidar su imagen, y a reyezuelos locales dedicados a improvisar y tergiversar las cifras y la pésima gestión.
JOHN MARIO GONZÁLEZ