Cuando a los paquistaníes de la frontera noroeste con Afganistán, una provincia autonómica dominada por religiosos, les preguntaban hace dos décadas si el cultivo del opio no era contrario al Corán, decían que no, porque era para los kafirs, los infieles. Unos cuantos años después están inmersos en un tsunami con millones de drogadictos, con mujeres y niños inducidos por sus esposos y padres, lo que los convierte en los principales consumidores de su propia heroína.
Algo similar a lo que sostenían desde los 90 en Colombia dirigentes como Ernesto Samper, que mientras haya demanda en Estados Unidos habrá producción de coca en Colombia. Cuando el problema fue creciendo se adaptó el argumento. Que los pobres agricultores no tienen otra alternativa porque la coca se las compran en su parcela y, en cambio, la yuca no hay cómo sacarla.
En eso, el Cauca y Colombia tienen algo más en común con territorios y culturas tan distintas como Afganistán, Paquistán o Birmania, donde también esgrimen el mismo relato para los cultivadores de arroz. Comparten la devastación causada por las drogas ilícitas, el auge del microtráfico, las disidencias armadas o los señores de la guerra, la consecuente ingobernabilidad y la sin salida. Con innumerables agravantes en el caso caucano.
En primer lugar, a los indígenas los están exterminando. En segundo lugar, en el círculo vicioso, donde a los pobres no les queda, dicen, otra opción que cultivar hoja de coca para sobrevivir, que luego venden a los narcos y disidentes que financian la guerra —la que finalmente los empobrece—, hay un cúmulo de populistas dispuestos a sacar provecho. Lo que no pueden responder es por qué las comunidades indígenas de Bolivia o Ecuador no tienen el mismo problema, y también son muy necesitadas.
Tercero, el Gobierno heredó la camisa de fuerza de la sustitución voluntaria de los cultivos ilícitos acordada en La Habana, que es y será un fracaso. El argumento es simple. No hay manera de que el Estado pueda cumplirles a 100.000 familias en simultánea en todo el país —con subsidios—, que logre demostrar cuáles actúan de mala fe al no erradicar y sortear numerosas instancias participativas antes de la erradicación forzada, la que, además, no evita las disidencias y las minas antipersonales. ¡Una locura total!
En cuarto lugar, además de que el pueblo nasa e indígena del Cauca se resiste a que la Fuerza Pública ingrese a sus territorios, el Gobierno tiene un grave problema de gobernabilidad. No sabe para dónde va, confunde los consensos con mermelada, enfrenta un clima social cada vez más borrascoso, que se equivocó desde un principio en su relación con el Congreso y con un ministro de Defensa obligado a renunciar en medio de todos sus desatinos. Un Gobierno que anuncia inversiones, pero que luego no cumple. ¿Acaso no sería suficiente si ejecuta las inversiones previstas en los acuerdos con los indígenas de abril pasado o las del Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial para el norte del Cauca, de las que tanto alardea?
Por eso, algunos de buena fe y otros con la intención de pescar en río revuelto señalan que los recientes anuncios de inversión social son medidas que tienen poco impacto y que, por ende, participarán del paro nacional del próximo 21 de noviembre.
Pero como si eso no fuera suficiente, la droga en el norte del Cauca es apenas la punta del iceberg del problema. El narcotráfico en la baja bota caucana, en la Costa pacífica y en las montañas del sur es de lejos mucho más grave. Y nadie comenta la explosión de la construcción en Popayán, con numerosos edificios vacíos, que puede arrojar muchas sorpresas.
¿Será que a estas alturas alguien sensato cree que los perjudicados son los gringos? ¿No será que todos los días el Cauca y Colombia cavan su propia tumba y la de generaciones futuras con la permisividad frente a las drogas?
JOHN MARIO GONZÁLEZ