Se equivocan quienes creyeron que habría que esperar hasta el 2022 para elegir entre la revolución bolivariana o una opción que brinde algo de luz sobre el futuro del país. Desde hace años, una creciente balcanización o venezolanización se hizo presente en Colombia y se tomó la región Pacífica. Por donde se le mire, los síntomas son similares. Así que indígenas que agreden y destrozan viviendas de caleños o una extrema izquierda que se viste de sotana es apenas la pruebita de una región en la que desapareció la autoridad. En la que reinan los grupos armados ilegales de norte a sur y de oriente a occidente y el poder de la coca, porque se mueve entre el 50 y el 70 por ciento de la droga que sale del país.
Una región en la que el discurso de muchos de sus congresistas se diferencia poco o nada del de chantajistas, que confunden su rol con simples acusadores, que creen que todo lo hace el Estado o que son incapaces de decirles a sus comunidades que la construcción de país exige también de autogestión. Un territorio en el que está fracasando la descentralización y en el que callan frente a la corrupción o vicios de sus prosélitos.
¿Dónde han estado esos mismos congresistas viscerales para exigir resultados por las asombrosas irregularidades y despilfarro en la contratación del alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina?, como lo denunciaron antes de la pandemia veedores ciudadanos y la Unidad Investigativa de El País. Contratación en la que donde se toca sale pus, en una ciudad con semejante crisis y aguantando hambre.
Me pregunto si los actos vandálicos y las revueltas de Cali tienen algo que ver con el veneno político que llevan años inyectando congresistas de extrema izquierda, porque curiosamente allí coinciden varios. Si faltaran pistas de la venezolanización del Pacífico, recuérdese quién ganó las elecciones de 2018 en la región.
En ese proyecto político de extrema izquierda no hay fórmulas coherentes ni nada nuevo. Hay es demagogia y aprovechamiento del deterioro del tejido social y de la confrontación. Lo que comenzó como unos primeros resguardos a finales de los años setenta se tornó en millones de hectáreas para los indígenas que no pagan predial, porque se ha acentuado el asistencialismo crónico, miles de las cuales las dedican a cultivos ilícitos. Los enfrentamientos entre los mismos indígenas están a la orden del día.
Unas circunstancias que terminaron por configurar un círculo vicioso desde que se exacerbó la violencia a comienzos de los años 90 producto de la droga y del aislamiento. Porque allí sí que hay un verdadero ‘Tíbet de Suramérica’, con una frontera con Panamá y Ecuador sin desarrollo y sin perspectivas. Incluso, la puerta de entrada del centro del país al Pacífico consiste en un grupo de ciudades del norte o el centro del Valle que parecen normales, en las que la gente hace el ritual de elegir autoridades, pero que se sabe que los poderes reales son otros. Y ahí sí que no hay ni discusión.
Es que donde hay violencia la miseria y la pobreza se exacerban. La inversión es adversa a la inseguridad y al teatro de operaciones de los criminales. Así que la elección del próximo año no será entre el germen del autoritarismo y alguna opción democrática. Será realmente entre si podemos o no revertir la creciente venezolanización y si podemos convencer o no a los colombianos de que el trabajo, la honestidad, la no agresión y la empresa son las únicas fórmulas para salir de la pobreza. Hasta ahora vamos perdiendo, y por goleada. Si alguna duda queda, fíjense en un prelado católico que sostiene sin rodeos que mientras exista hambre es isible quitarle al que tiene. Eso suena compasivo, pero es la base de la anarquía, que es a donde estamos llegando.