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Manual para destruir la democracia

Los discursos de odio e irresponsables de candidatos presidenciales nos acercan al salto al vacío.

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Es como si a los partidos, la política y las instituciones les hubiera caído la roya. Primero fue el advenimiento del imperio de las masas y la agudización de la demagogia y el populismo. Luego devino la fragmentación, en ciertos casos extrema, que en Colombia se recrudece por la baja confianza interpersonal. Una sociedad en la que con alguna frecuencia cuesta trabajo creer y más aún delegar.
(También le puede interesar: El narcotráfico consume a Ecuador)
Después seríamos notificados por Jean-François Lyotard y los posmodernistas de la muerte del metarrelato, de buena parte de la modernidad, de la fe en la razón. En adelante habría que acostumbrarse a pensar, entonces, sin moldes ni criterios y por esa vía, y sin freno, al nihilismo puro y radical, a la negación de todo.
Colombia había demorado en sufrir las consecuencias más nocivas de ese movimiento ‘telúrico’, en el que ya no hay la exigencia de argumentación, más bien un empobrecimiento del conocimiento y del debate. Donde se diluye el compromiso con la verdad, pues no se aspira al largo plazo ni a las grandes narrativas, sino a trozos de estas, la misma ecuación con la que se quiere gobernar.
De ahí solo hay un paso a la irresponsabilidad política y de la oposición, a los discursos de odio y antisistema, a la política del encarecimiento. Siempre hay alguien dispuesto a ofrecer más por menos, a prometer el oro y el moro sin rubor y sin sacrificio. Todo sale muy barato, el engaño no se nota, pues la culpa es eternamente de los ricos y los poderosos, de los señores de la ciudad y de bien, como dice Francia Márquez.
Siempre hay alguien dispuesto a ofrecer más por menos, a prometer el oro y el moro sin rubor y sin sacrificio. Todo sale muy barato, el engaño no se nota, pues la culpa es eternamente de los ricos.
Mejor dicho, Fernando Vallejo sería responsabilísimo como candidato, y Petro es un calmoso a su lado. Me detengo en la precandidata del Pacto Histórico porque, al analizar su discurso, llama la atención su violencia y virulencia. Dice, en una de sus tantas embestidas, que "pregúntese quiénes son los muertos, a propósito de la limpieza de la ciudad… pero es la limpieza social de los negros del oriente de Cali, de la ladera, que los asesinan en esta ciudad. Que los limpian porque no nos quieren ver en ningún lado, nos desplazan de nuestros territorios y, cuando llegamos a esta ciudad, vienen a matar a nuestros hijos".
Es muy curioso que los asesinos para ella no sean los narcotraficantes o los disidentes de las Farc que masacraron a Karina García y los suyos, la excandidata a la alcaldía de Suárez, del mismo pueblo de Francia Márquez, en el Cauca, sino "la élite de este país" que "nos ha mantenido con la bota en el cuello y no nos han permitido respirar". No son alusiones sueltas, sino sistemáticas, como que "el cambio implica deconstruir el patriarcado que nos mata, que nos viola, que no nos deja tomar decisiones libres sobre nuestros cuerpos".
Pero entre irresponsabilidad, extravagancia y chifladura el límite es muy difuso. Los ciudadanos aplauden en las encuestas a un candidato como Rodolfo Hernández, que fue grabado en el intento de presionar a un funcionario de Bucaramanga para que favoreciera a la empresa que negoció comisiones con su hijo, en el caso del relleno sanitario El Carrasco, y que, sin embargo, propone cadena perpetua para los políticos corruptos.
Es el mismo candidato que plantea que 6 millones de limosneros, que según él existen en Colombia, ganen, se les entregue, un millón y medio de pesos. Sin ruborizarse se pregunta: ¿cuánto sería la inyección de circulante a la economía para incentivar el consumo? Hace unos lustros tales candidatos ni registraban. Pero ahora, en una Colombia descarriada, se convirtieron en estadistas y figuran de maravilla en las encuestas.
No es que crea que Rodolfo Hernández o Francia Márquez van a ganar la presidencia. No. Pero habrán hecho la colosal tarea de ensanchar la plataforma del populismo para luego entregar la posta a quien en junio próximo sí sabe cómo darle la estocada final a la democracia colombiana. Todo eso es posible en un país que busca atajos y ha subvertido el sentido del discurso, los partidos, de la política y las instituciones.
JOHN MARIO GONZÁLEZ

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