Por azares del destino, en noviembre de 1998 comencé a dudar de aquello que sin recelo tanto me enorgullecía: Colombia y el carácter nacional que la construye. Había llegado a cursar un posgrado cuando estalló en la Unam una de aquellas huelgas que paralizaban la agenda política mexicana, habida cuenta de los antecedentes de la masacre de Tlatelolco de octubre de 1968 o la de junio de 1971. Logré sortear la incertidumbre que se erigía con la oportunidad de trabajar unos meses en la redacción del diario Reforma.
Aunque por reiterativos o por cortesía se les ignoraba, un colega uruguayo acostumbraba a recordarme sobre qué versaban varios de los cables de las agencias internacionales de noticias que llegaban. Que había sido desarticulada una red internacional de trata de blancas, de la cual la mayoría, casi siempre, eran colombianas y dominicanas.
El asunto podía ser no más que una infeliz coincidencia de no ser porque la corrección política tenía sus límites y los medios sí que destacaban la creciente colombianización de México. Pese a que nos precedieron en el tráfico internacional de drogas, este no les generó hasta entonces altos niveles de inseguridad y violencia.
La inquietud se incrementó al ver que poco después los titulares eran la sorpresa de los madrileños y españoles por las bandas de robo de chalets y joyerías y el sicariato en sus calles, al mejor estilo de la guerra de los ‘Cocaine Cowboys’ en la Miami de los 70, igualmente liderada por colombianos. Los argentinos también tuvieron que emigrar por su aguda crisis económica a finales de 2001, pero su imagen y aceptación en España contrastaban con el excepcionalismo negativo de los colombianos. Un estigma que no para de crecer y dar razones para robustecerse, ya fuera en Ecuador a comienzos de siglo o en Perú, Brasil o Chile, donde no solo se exportó el esquema criminal del ‘gota a gota’, sino que en el último hicieron una insólita marcha contra los colombianos.
Es muy curioso, por tanto, que el país, sus élites, la academia y los medios prefieran hacerse los de la vista gorda frente a la condición de paria que Colombia se ha ganado en las últimas décadas. No es una simple casualidad el involucramiento de mercenarios nacionales en el asesinato del presidente de Haití, es que simplemente tocamos fondo. No tiene sentido negar lo innegable, que Colombia tiene un enorme problema en su tejido social. Porque no es cierto que sean pocos los compatriotas bandidos o que la honra de 50 millones de ciudadanos, infortunadamente, no se ponga en tela de juicio por el comportamiento de unos mercenarios.
Es de por sí un número muy elevado que un 3 o 4 por ciento de coterráneos en el exterior estén dedicados a delinquir y a mancillar la imagen del país. Difícilmente les ocurre lo mismo a otro país. Pero ese bandidaje es indisociable de la violencia, la cultura del narcotráfico, del dinero fácil, como decía García Márquez; de la deshonestidad y los miles y miles de estafadores que internamente han sumido al país en un círculo vicioso que lo hace inviable.
Como tampoco eso puede disociarse de las consecuencias negativas por el desbocamiento de la corrupción, de la inseguridad jurídica, la pauperización de la confianza interpersonal, la elevación los costos de transacción, la afectación a las instituciones, a la tarea de gobernar y al bienestar de los ciudadanos.
Puede que nos neguemos a cualquier introspección sobre la condición ético-moral de nuestra cultura, pero mientras eso ocurra será imposible superar el caos de una república invivible, de la que millones quieren huir con un pasaporte paria para tener que aceptar la sutil o abierta discriminación.
Adenda. ¿Hay alguna autoridad que pueda poner a la alemana de Cali de patitas en el aeropuerto? ¿Acaso hay visados o residencia de primera línea?
JOHN MARIO GONZÁLEZ