Un estratega como Henry Kissinger, la utilización de Pakistán como canal confidencial y un viaje secreto en julio de 1971 fueron ingredientes esenciales de “la semana que cambió al mundo”. Así definió Richard Nixon su posterior visita a China y a Mao Zedong, en febrero de 1972, y el inicio del deshielo de las relaciones entre Estados Unidos y el gigante asiático. No fue que Nixon adjurara de sus vigorosas credenciales anticomunistas y conservadoras, sino que se imponía la necesidad de Estados Unidos de obtener más influencia sobre la Unión Soviética, abrir una brecha mayor entre las dos potencias comunistas de la época y utilizarlas para presionar el fin de la guerra de Vietnam.
Y tampoco fue que el envite estuviera desprovisto de riesgos. La presión misma por cortar el reconocimiento de Taiwán y retirar sus tropas de allí eran algunos de ellos, como lo ha sido desde entonces despliegue militar de China en el sudeste asiático. Sin el mismo impacto global, pero de enorme trascendencia, también se puede citar el paulatino restablecimiento de relaciones de Israel con los países del mundo árabe, e incluso el largo proceso de reconocimiento de Estados Unidos a Cuba.
Si la consideración de fondo en dichos casos fue el pragmatismo de la realpolitik, no podría Colombia dejar de pensar en introducir un viraje de fondo en las relaciones con Venezuela. Como no se trata de agendar una cita con un “nuevo mejor amigo” y el proceso puede demorar, la campaña electoral que apenas comienza debe ser el escenario ideal para debatir y consensuar una política de Estado frente al vecino.
Como dice el dicho, no se puede esperar resultados diferentes si se sigue haciendo lo mismo, y lo que ha sucedido, hasta ahora, es que las sanciones económicas de Estados Unidos y el cerco diplomático se convirtieron en un tiro en el pie para Colombia. No solo Maduro no fue expulsado del poder, sino que se le dio un pretexto para justificar sus problemas, se agravó la economía con lo que aumentó el éxodo de venezolanos hacia Colombia.
Pero también sería un error pasar de alinearse en automático de los designios Trump a los de Biden. Se equivocan quienes creen que Estados Unidos tiene la llave mágica de la transición en Venezuela y que con relajar las sanciones Maduro va a convocar elecciones con todas las garantías al día siguiente, o que este será entregado en un paquete de concesiones a Rusia, China e Irán. La política exterior no funciona tampoco de esa manera y los manuales de las transiciones a la democracia hace rato que prevén los escenarios de liberalización controlada de los autócratas a efectos de no perder el control de sus regímenes.
El reseteo de la estrategia con Venezuela debe estar soportada sobre la base del interés nacional de Colombia, asumiendo que al país no le corresponde definir o forzar la suerte del régimen que escogen los venezolanos, y que la postura dialogante debe estar acompañada del fortalecimiento de las capacidades aéreas de defensa y ofensivas, como con acierto lo está haciendo el Gobierno Nacional. Colombia debe entender que no puede llevar en simultáneo una guerra contra el narcotráfico, las bandas criminales y una mala relación con los vecinos.
Un futuro restablecimiento de las relaciones debe fundamentarse también sobre el principio de la no intervención en los asuntos internos de cada país, sin por ello renunciar a denunciar la violación de los derechos humanos y del derecho internacional. De la misma forma, en la colaboración plena en la lucha contra el narcotráfico y los grupos armados ilegales que atentan contra el país.
La tarea no será nada fácil, pero los candidatos presidenciales están en la obligación de presentar propuestas y la relación con Venezuela debe hacer parte a la vez de una estrategia para desarrollar las fronteras y triplicar las exportaciones. Recuérdese que las sanciones económicas alejaron la posibilidad de recuperar el mercado venezolano, otrora destino muy importante de nuestras exportaciones.
John Mario González