Algo por lo cual debemos velar los demócratas es por el vigor de las instituciones, pilares insustituibles de la libertad y el orden. Tanto su abierto desconocimiento como su consentida desvirtuación –o su disimulada elusión– conducen, tarde o temprano, a la ruptura del sistema político, a la desintegración social, al abuso del poder, al imperio de la fuerza, a la pérdida de derechos y garantías esenciales y al caos.
Para que la vigencia efectiva de las instituciones se sostenga es indispensable el respeto a la Constitución y a la ley, tanto por parte de quienes ejercen el poder público –en todas las ramas y órganos estatales– como por la comunidad, en todos los ámbitos, sectores y niveles. Un respeto genuino, real, honesto, más allá de declaraciones grandilocuentes, que muchas veces son falsas.
Infortunadamente, desde hace varios años, el auténtico respeto a la institucionalidad se ha venido deteriorando en Colombia. No hablamos solamente de la actividad delictiva –organizaciones subversivas, paramilitares, narcotraficantes y delincuencia común–, que, de suyo, violan el derecho y atacan a las instituciones, sino del comportamiento de servidores públicos, partidos y grupos políticos, empresas y ciudadanos del común, que dicen estar dentro de la legalidad, pero que en efecto la quebrantan. Miremos, por ejemplo, el oscuro entorno de la corrupción –agazapada y oculta en numerosos frentes–, cuyas distintas modalidades descubrimos a diario, no tanto por la actuación de los órganos competentes del Estado –como debería ocurrir–, sino por la labor investigativa de periodistas y medios de comunicación.
Regresemos al camino democrático, civilizado, pacífico, franco pero respetuoso, en busca del bien colectivo.
En muchos casos, la impunidad ha sido evidente, se ha extendido por años y crece, permanece, se esconde y se perdona. Incluso hay instituciones judiciales que funcionan a medias, no funcionan, son tardías u operan de manera selectiva. Es decir, la justicia no se istra con igual rigor para todos, lo que es injusto, rompe la igualdad y ofende las garantías institucionales. En ese aspecto, se debe evitar –por ejemplo– que, en el futuro, un fiscal asuma la actitud de líder de gobierno u oposición, porque eso entorpece y perturba la istración de justicia, la desvía.
De unos años a hoy, subsiste en el país una polarización que se ha agravado durante el actual gobierno. Tirios y troyanos –defensores y opositores, de vieja o de nueva data– incurren con demasiada frecuencia en conductas y actitudes que resquebrajan la institucionalidad.
En el Congreso, que tiene en su cabeza –ni más ni menos– la función legislativa y de reforma constitucional, ya no se debate con sustento racional, ni sobre la base de argumentos, postulados, enfoques –con respeto a las ideas contrarias– acerca de las iniciativas o propuestas, sino que se prefiere apoyar o bloquear lo que sea –en los extremos políticos–, sin pensar para nada en el interés general, en la conveniencia u oportunidad de los proyectos, ni en los derechos de millones de personas –de las cuales son los congresistas sus representantes, como lo proclama la Constitución–, sino con la mira puesta en el impacto mediático y político. Algo mezquino, que tergiversa por completo el papel de las entidades públicas.
Hasta en el ejercicio del derecho a la información –que, según la Corte Constitucional, es de doble vía, porque lo tienen tanto los que informan como los que reciben información–, muchos medios de comunicación –no todos– se han alineado políticamente e informan de manera sesgada. Mientras tanto, en las redes sociales –que deberían servir para beneficio, no para daño y engaño a la sociedad– se invoca la libertad de expresión para injuriar, calumniar, ofender, alarmar sin fundamento, en uno u otro extremo, y hasta para llamar al golpe de Estado.
Regresemos al camino democrático, civilizado, pacífico, franco pero respetuoso, en busca del bien colectivo. Cuidemos y preservemos nuestras instituciones.
JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ