El pasado sábado se cumplieron cuarenta años de la entrega a Gabriel García Márquez del Premio Nobel de Literatura. Ese 10 de diciembre de 1982, cuando el rey Gustavo Adolfo puso en las manos del célebre novelista colombiano la placa que lo declaraba ganador del máximo galardón universal de las letras, la fría Estocolmo vivió un carnaval. Danzas y ritmos colombianos les mostraron a los suecos que se podía celebrar sin acartonamientos académicos este acontecimiento. Vallenatos, currulaos, cumbias y mapalés llenaron las calles de una ciudad que hasta entonces ignoraba Allende que en los mares existía una cultura alegre, que se expresaba no solo en las letras mágicas del escritor galardonado, sino en esa música extraña para ellos que, sin embargo, les despertaba iración.
El Premio Nobel no significó la consagración como escritor de Gabriel García Márquez. El hijo del telegrafista de Aracataca estaba consagrado universalmente cuando su nombre fue escogido por la academia sueca como merecedor del galardón. Cien años de soledad había cautivado a millones de lectores en todo el mundo por las vivencias de los de una familia que habita una casa enorme en un pueblo donde el calor de las tres de la tarde produce un sopor inmenso, por esos personajes que como Rebeca aparecen de pronto en la casa de José Arcadio Buendía para quedarse viviendo en ella, por esa imaginación de un escritor que pone a un sacerdote a levitar mientras celebra la misa y a una hermosa mujer a ascender al cielo envuelta en las sábanas que su abuela pone a secar en el patio.
Gabriel García Márquez escribió una obra portentosa. Sus novelas hablan de un mundo donde la ficción se confunde con la realidad. Tal el caso del dictador que, en El otoño del patriarca, permite que las vacas se coman las alfombras del Palacio Presidencial y que hagan sus necesidades en los propios pasillos. Ese hombre que vende el mar de su patria es un anciano que quiere convertir en santa a la mamá, Bendición Alvarado, porque recuerda que cuando él nació se ganaba la vida pintando pájaros para venderlos en el mercado. Como la santa sede no accede a sus pretensiones, decide canonizarla por decreto después de que obliga a todo un pueblo a venerarla. Es el mismo que, para cobrarle una supuesta conspiración contra el régimen, manda a matar al general de división Rodrigo de Aguilar.
Cuarenta años después, Colombia recuerda con orgullo patrio este acontecimiento. Todos los medios de comunicación han hablado en estos días sobre cómo fue esa gran fiesta de la colombianidad.
Colombia alcanzó presencia universal gracias al genio literario de Gabriel García Márquez. Antes de él, no contábamos en el inventario de los países que habían dado hombres dotados de una inteligencia superior. Nos miraban entonces como un país subdesarrollado que no había alcanzado a desprenderse del tutelaje español ni siquiera en el manejo de su lenguaje. Después de él, empezaron a mirarnos con otros ojos. Y nuestra historia, y nuestras costumbres, y nuestro pasado y nuestras creencias empezaron a ser tenidas en cuenta en el continente europeo. Todo porque este hombre descorrió la cortina que impedía vernos tal como éramos, con nuestras virtudes y nuestros defectos. García Márquez nos abrió las puertas para mostrarnos al mundo como un país con dimensión literaria.
Antes de García Márquez solo cuatro escritores colombianos habían alcanzado a posicionar sus nombres como autores de prestigio internacional. Jorge Isaacs irrumpió en 1867 con María, una novela traducida a varios idiomas. Con esta obra, donde narra el amor de Efraín y María en una hacienda del Valle del Cauca, hizo un gran aporte a la corriente literaria conocida como el romanticismo. Y en 1924 aparece La Vorágine, de José Eustasio Rivera, una novela de denuncia social, donde mientras narra el amor entre Alicia y Arturo Cova cuenta cómo los caucheros son explotados. José María Vargas Vila, un escritor anticlerical, gana también reconocimiento internacional. Lo mismo ocurre con German Arciniegas. Pero ninguno alcanza las ventas millonarias de García Márquez, ni su trascendencia en el tiempo.
Desde aquel lejano 30 de mayo de 1967, cuando vio la luz pública ese portento de novela que se llama Cien años de soledad, no pasa día sin que el nombre de nuestro país aparezca con honores en periódicos de todos los continentes. Desde entonces los colombianos nos acostumbramos a que todos los días, en cualquier lugar del mundo, en los medios académicos el nombre de Colombia se pronuncie con respeto. Ese honor se lo debemos a este hombre nacido en Aracataca el 6 de marzo de 1927, fallecido en Ciudad de México el 17 de abril de 2014. Debido a su éxito literario, alcanzado cuando apenas contaba con cuarenta años de edad, el nombre de Colombia empezó a sonar en todo el mundo. Todo porque escribió una novela que es referente obligado cada que se quiera hablar de literatura universal.
Gabriel García Márquez, el creador de esa maravillosa saga de los Buendías, de las mariposas amarillas que persiguen a Mauricio Babilonia, de los manuscritos dejados por el gitano Melquíades, de la ascensión de Remedio la bella al cielo, de las fantásticas historias del coronel Aureliano Buendía desde el momento mismo en que su padre lo llevó a conocer el hielo hasta cuando, frente al pelotón de fusilamiento, recordó los treinta y dos enfrentamientos armados en que tomó parte durante la guerra civil, puso ese día el nombre de Colombia en las más insospechadas alturas. Cuarenta años después, Colombia recuerda con orgullo patrio este acontecimiento. Todos los medios de comunicación han hablado en estos días sobre cómo fue esa gran fiesta de la colombianidad.
El discurso de recibimiento del Premio Nobel es una pieza literaria antológica. En él, el escritor reconoció la influencia que en su trabajo literario habían tenido William Faulkner, Ernest Hemingway y Virginia Wolf. Destacó cómo los países de este continente estaban viviendo bajo la sombra del olvido, y calificó a América Latina como “esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”. Ejemplo, Úrsula Iguarán y Aureliano Buendía. El jurado dijo que el galardón se le concedió "por sus novelas y cuentos, en los que lo fantástico y lo realista se combinan en un mundo de imaginación ricamente compuesto, que refleja la vida y los conflictos de un continente". Ese 10 de diciembre de 1982 el mundo supo que Colombia produjo un escritor inmortal.
JOSÉ MIGUEL ALZATE