Si uno busca en internet el nombre imposible de Josef Mencík apenas si encuentra un par de fotos en blanco y negro (véanlas, por favor) y unas cuantas páginas en lengua checa, por lo tanto imposibles de leer, o al menos es mi caso. Esas fotos deben de ser de principios del siglo XX y en ellas está un hombre solemne y diminuto, casi un gnomo de barba larga, armadura y yelmo de caballero y una espada bastarda tan grande como él.
Así vestido y armado, con esos arreos y esa pinta de jipi medieval, Josef Mencík salió a recibir, en 1938, a las tropas nazis que entraban a Checoslovaquia para cumplir el oprobioso 'pacto de Múnich', en el cual las potencias de Europa, con la Gran Bretaña a la cabeza, se rindieron ante Hitler y le permitieron darles un zarpazo a las provincias checas de mayoría alemana. Ya Austria había caído en marzo de ese año, ahora les tocaba el turno a la Bohemia y la Moravia.
Pero cuando los tanques alemanes cruzaron la frontera, lo primero que vieron fue una escena surreal y de novela: un loco disfrazado de caballero que corría hacia ellos blandiendo su espada y gritando consignas en una lengua extranjera y antigua y bella: la lengua de su patria, dicho sea de paso, pero en una versión que nadie había hablado allí en los últimos seiscientos años y que no entendían ni los alemanes ni los checos ni los eslovacos, nadie.
Los soldados nazis debieron de ver, primero, una presencia indeterminada en la distancia, muy lejos; un punto apenas que se les iba acercando. Ya luego la vieron mejor: era él, Josef Mencík, metido en su traje de cruzado que refulgía con el sol. Como la escena esa en la que don Quijote ve una procesión de disciplinantes que llevan a cuestas un paso con la imagen de la Virgen, y él cree que es un ejército con una dama cautiva.
Entonces don Quijote se lanza con furia y valentía y le ordena al enemigo que libere a esa dama; "dejéis libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le habedes fecho...", dice. Y añade el narrador de la novela: "En estas razones cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana...".
Fue así como los nazis entraron a Checoslovaquia, sorteando el único acto de decoro y dignidad, el único escollo, que se les opuso.
Esa, más o menos, fue la misma reacción de los alemanes cuando vieron ese día de octubre de 1938 a Josef Mencík que se les abalanzaba y les gritaba con el alma vivas a su patria. Dicen las crónicas de la época, escasísimas, por cierto, que la mayoría de esos soldados se rieron de él, "tomáronse a reír muy de gana"; otros lo vieron con desconcierto y ternura y lo trataron con respeto. Al final todos lo hicieron a un lado, mientras él vociferaba sus improperios.
Fue así como los nazis entraron a Checoslovaquia, sorteando el único acto de decoro y dignidad, el único escollo, que se les opuso. Por eso en la historia –la historia menor, claro, que muchas veces es la que más cuenta– Josef Mencík es llamado y considerado un ‘don Quijote moderno’, y no solo por ese episodio glorioso y alucinante y poético de la guerra, sino por su vida entera, tan anacrónica y bella como esa sola escena que la justificará por siempre.
Mencík, en efecto, había comprado un castillo ruinoso en la villa bohemia de Dobrš. Lo llenó de antigüedades y allí vivía a la luz de las velas, según el código de la caballería andante. Odiaba la modernidad, la combatía. Y en el pueblo era como una especie de celebridad turística y todos iban a verlo en acción, un don Quijote del siglo XX. Cuando supo que llegaban los nazis, se puso su armadura y salió a campo traviesa. Era el momento, por fin.
Parece ficción, un cuento, pero no lo es en absoluto. Hay seres así, a contrapelo siempre de su tiempo. Suelen ser los mejores.
JUAN ESTEBAN CONSTAIN
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