En el 46 antes de Cristo, cuenta Plutarco, Julio César tomó la polémica decisión de cambiar el tiempo de los romanos, el año lunar por el año solar. Era una operación tan compleja y minuciosa que tuvo que llamar a Sosígenes, el más competente de los magos caldeos, para calibrar la arena de los días y las noches, la materia esquiva de las horas, los minutos, los segundos. Llegó hasta a haber un mes de seis semanas y otro de una.
Pero al final, después de muchos intentos, un nuevo calendario entró en vigencia en el año 45, uno antes de la muerte de César –“la muerte” es un decir: lo mataron a puñaladas–, un calendario que desde entonces iba a llevar su nombre por más de quince siglos: el ‘calendario juliano’, bajo el que nacieron y vivieron, por dar sólo dos nombres casi al azar, Jesús de Nazaret y Cristobal Colón.
En 1581, sin embargo, el Papa Gregorio XIII quiso inaugurar en el Vaticano un gran zodiaco pintado en el piso. La idea era que al abrir una cortina, el sol cayera en el signo de Aries, y para ver ese prodigio fueron convocados a la ciudad eterna los sabios del mundo conocido: un árabe, un griego, un persa, un chino. Incómoda fue la sorpresa de todos allí cuando el sol pegó en el palo, cayó en otra parte.
El Papa, enfurecido, llamó a sus astrónomos y les preguntó qué había pasado, uno de ellos se adelantó y le dijo la verdad: el desfase entre el reloj de las estrellas y el de los hombres, desde los días de la reforma de Julio César, era cada vez mayor. Fragmentos, virutas del tiempo se habían ido acumulando durante quince siglos y el ritmo de la Tierra no coincidía ya con el metrónomo del universo. Suele pasar, así es un poco siempre.
Fue cuando se hizo, en 1582, la llamada ‘reforma gregoriana’ que le da nombre al calendario que aún hoy nos rige y que muy rápido entró en vigencia en el mundo católico, aunque la bula que venía para América, en un barco, se perdió y llegó casi un año y medio después. Hasta en eso fuimos impuntuales aquí, hasta el tiempo llegó tarde. Igual pasó por fuera del catolicismo, donde la resistencia al nuevo calendario, durante siglos, se volvió un punto de honor.
Inglaterra lo acogió sólo a principios del siglo XVIII, por ejemplo, y Rusia ya iniciado el siglo XX, de ahí que su famosa revolución de 1917 ocurriera en dos fechas distintas según el calendario con el que uno se asomaba en esa historia. Pero ya hoy es casi una práctica universal el ‘estilo gregoriano’: en casi todo el mundo, salvo excepciones y excentricidades, la calculadora del tiempo es esa y no otra.
Aunque se nos olvida que el tiempo es la invención humana por excelencia, que estamos hechos de esa sustancia que nos define y que les da sentido y orden a nuestras cosas. La vida es un relato (una moneda, como en la canción de Fito Páez) pero sólo en virtud de esa ilusión que la mueve hacia adelante y le recuerda su condición perecedera y cíclica, las vueltas que da la Tierra alrededor del sol. El tiempo, con su poder corrosivo, es la esencia de la humanidad.
Y cada cultura lo mide siempre distinto, lo cuenta a su manera. Ayer estaba leyendo, por ejemplo, que en Corea del Sur van a desmontar por ley, de manera definitiva, su sistema para fijar la edad de las personas, un cálculo complicadísimo en el que el 1 de enero de cada año todo el mundo se aumenta uno más sobre los que en verdad tenga, a diferencia de lo que les pasa en otras partes a tantos después de los 40.
De hecho, decía un artículo en el Guardian, hay mucha gente queriendo ir a Corea del Sur porque muy pronto todos allá van a ser dos años más jóvenes de lo que son.
Lo curioso es que los únicos que se oponen a esa medida son los ancianos: más sabe el diablo por viejo que por diablo, incluso dos años menor.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN