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La oveja arisca

Por donde uno va lo que hay es eso y poco más: ruido, estrépito, alboroto, griterío.

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Cada tanto surge en Colombia un héroe inesperado y espontáneo, una voz que se alza de la nada y acoge y sintetiza a todas las demás que clamaban en el desierto por algo de justicia y dignidad. En octubre pasado fue Ostin, un caleño valeroso que se impuso en la ciclovía a los motociclistas que la invaden para irse por allí más rápido, lo cual se vuelve imposible porque ellos lo que hacen es trasladar el trancón al carril especial y lo arruinan y malogran.
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Ostin se les plantó a los moteros y les dijo, cámara en mano, que por allí no podían pasar y que él no se iba a mover y que se fueran a su ritmo. Su discurso es ya una pieza maestra de la oratoria colombiana y vale la pena que lo oigamos con el acento de la ciudad a las cuatro de la tarde: “Ando bien ofendido en la ciclovía; me voy a quedar aquí parado; aquí no deben de andar motos, el que quiera que se devuelva, papi; no me voy a mover, estoy aborrecido…”.
En un país en el que solo valen las vías de hecho y la autoridad es cada vez más una farsa y una ficción opresiva que se ensaña con los más débiles e indefensos, el valor civil de estos héroes inopinados cobra dimensiones épicas cuando su causa solitaria revela un clamor colectivo y universal, un consenso silencioso pero masivo y desesperado. Como decía Gaitán: “¡En pie nosotros los oprimidos y engañados de siempre! ¡En pie los burlados de todas las horas!”.
El valor civil de estos héroes inopinados cobra dimensiones épicas cuando su causa solitaria revela un clamor colectivo y universal.
Como pasó esta Navidad en Neiva cuando una mujer cuyo nombre todavía no sabemos, una heroína anónima y vestida con la camiseta de la Selección Argentina, ya eso habla muy bien de ella, se opuso a una misa a las cinco de la mañana en la que sus vecinos, en un macabro aquelarre, despertaron a todo el barrio con sus rezos y salmodias, sus plegarias estridentes y desgarradas, sus parlantes enloquecidos, ven a nuestras almas, Jesús, ven, ven.
Como una verdadera cruzada, valga la paradoja, nuestra heroína argentina –llamémosla así hasta que su nombre trascienda, se merece todos los homenajes– se enfrentó a una turba de feligreses católicos que no solo no la estaban dejando dormir sino que además se ofendieron y la ultrajaron, sugirieron que apenas estaba llegando a su casa de una rumba, le enrostraron su derecho a oficiar los rituales de su fe a la hora que se les diera la gana.
No era una misa solemne, que es algo que el catolicismo perdió aquí hace mucho tiempo, sino una misa de organeta y sillas de borracho, de guitarra y pandereta, se imagina uno la afinación de los oficiantes, su voz apocalíptica. Pero además esa no es la discusión sino la del derecho que tienen los fieles de una fe cualquiera, en un Estado laico, a importunar a los demás ciudadanos en nombre de su dios, y aclaro que yo soy católico, apostólico y romano.
Pero me opongo con el alma a lo que O. Schenker–Sprüngli llamó en los años setenta “la civilización del ruido”, que en Colombia es más bien una de las formas de la barbarie. Ya sea desde el paganismo o desde los más variados credos religiosos, nada se puede celebrar aquí sin estridencia y algarabía, sin megáfonos y alaridos, sin bafles mal conectados y a todo volumen. Por donde uno va lo que hay es eso y poco más: ruido, estrépito, alboroto, griterío.
Nuestra heroína argentina antes fue muy decente y considerada, pues además, como estudia derecho, según les dijo a las autoridades, sus argumentos fueron todos jurídicos y hermenéuticos, sin moverse un milímetro de la doctrina constitucional colombiana. Otra en su lugar habría entrado a esa misa como una posesa a profanarla y a competir con sus decibeles, ojalá con mariachis o con un conjunto vallenato o un grupo de salsa erótica.
¿Por qué no? Eso pasa cuando el ruido se impone como un valor, un derecho que llega hasta la casa de los demás.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN

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