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Nuestra lengua ladina

Hay un diccionario de Cedritos, de Chapinero o El Limonar en Cali. De cada casa, cada ser, cada lar.

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De las palabras de nuestra lengua, la que más me gusta es quizás un colombianismo (creo que lo es; estoy casi seguro de que lo es): ‘la traga’: estar tragado, tragarse, qué traga o incluso “mi traga”: una voz que da a la vez para sustantivo y verbo pronominal y adjetivo, y que es la forma más bella del amor, la que se vive sobre todo en la adolescencia y como si fuera para siempre. Quien lo probó lo sabe.
El escritor Andrés Ospina la define en su delicioso 'Bogotálogo', un diccionario urgente del habla bogotana, una especie de vocabulario para todos los que vivíamos aquí en 1990, cuando íbamos a comprar discos en el centro donde Saúl y donde el ‘Sastre’. Dice así: “Traga. Estado de embelesamiento y estupidez”. Ramiro Montoya, en su 'Diccionario del español actual en Colombia', propone: “Traga. Enamoramiento desmedido”.
El padre Julio Tobón Betancur, mucho más casto y austero, por supuesto, dio una definición casi telegráfica de ‘la traga’ en su libro 'Colombianismos y otras voces de uso general'. Dice allí en 1953: “Traga. Enamoramiento”. Casi con igual desgano define ‘mamar gallo’, “tomar del pelo”. No le alcanzó la vida al venerando padre para definir la misteriosa ‘como tal’: una expresión que usamos los colombianos para hablar de lo que sea.
De las palabras de nuestra lengua, la que más me gusta es quizás un colombianismo: ‘la traga’.
Yo en cambio viví convencido, durante mucho tiempo, de que la palabra ‘chambón’ era solo de acá; y me fascina. En realidad es de origen asturiano y se extendió por casi toda América para darle nombre a la costumbre feliz de hacer las cosas mal pero con toda el alma: hacerlas mal de verdad, gastando en ello el doble de esfuerzos e ingenio que habría costado hacerlas bien por lo menos.
Chambonería, chambonada, ‘a la guachapanda’: hacer las cosas a las patadas y sin detalle, como se hacen tantas de ellas aquí, el proceso de paz incluido: machetear, machetear de lo lindo, que de la improvisación algo queda. Un inglés que vino a Colombia en 1828 decía que dos expresiones nos definen: “Mañana” y “Se me olvidó”. La eternidad del tiempo que no fue, el futuro y el pasado. “Ahoritica llego, más tardecito”.
Hablamos aquí una lengua nacida del latín, una lengua romance y ladina que es el castellano o el español —Amado Alonso decía lo primero, Dámaso Alonso lo segundo; Américo Castro los confundía siempre a los dos—: un idioma enriquecido por el árabe, por el francés, por el italiano, por el quechua y por el kimbundu y por el lingala: una lengua común que nos une y nos separa, como dijeron Oscar Wilde del inglés y Karl Kraus del alemán.
No podemos decir en Argentina que vamos a “coger el toro por los cuernos” porque, como me dijo una vez un taxista en Buenos Aires, “Señor: eso acá es lo único que no se puede”. Aunque no hay que ir tan lejos para voltearle el cuero a nuestra lengua: basta cruzar la calle del barrio, ahí también está la frontera. Hay un diccionario de Cedritos, de Chapinero, de Chiminangos o El Limonar en Cali. De cada casa, cada ser, cada lar.
Yo soy de Popayán y entiendo si me dicen que “vamos a marcar”: allá es darse un beso solo si uno está tragado. Si no es ‘parchar’, “nos parchamos”, que es chupetearse, como dicen en Ibagué. O allá creo que es ‘gozarse’, “se la gozó”. Antualito les digo, como se diría en mi tierra: “miná ya”, que es como decir que el tiempo se acabó. El torrente de la lengua que no para, que arrastra consigo puertas y ventanas. Beso con lengua.
Eso tienen de hermoso los diccionarios: que en ellos está amonedado el mar; el mundo entero, lo que sobra y lo que falta. El de nuestra lengua colombiana, el más completo, lo acaba de publicar el Instituto Caro y Cuervo, 'Diccionario de Colombianismos'.
Y de lo bueno queda uno angurriento. Y pide ñapa.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN

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