Se acaba de morir en Bogotá, donde nació hace 78 años, aunque él aclaraba que su verdadera patria era Chapinero, Alfonso Noguera Arias, ‘Noguerita’, como le decíamos todos los que lo conocimos e idolatramos. Yo lo vi desde niño en mi casa porque era el mejor amigo de mi tío Franco; eran como hermanos y la primera imagen que tengo de él es la de un cachaco impecable y atildado, de traje entero incluso los domingos.
Pero lo increíble es cómo lo conoció mi tío, y desde ese día se hicieron íntimos para toda la vida: iba en su Volkswagen escarabajo por una carretera del Ecuador bajo una lluvia torrencial, de esas que solo se dan allá, cuando vio un carro a la vera del camino. Dos muchachas preciosas cambiaban una llanta mientras un hombre impasible, de corbata, les sostenía un paraguas. Era Noguerita, por supuesto, mi tío se devolvió a conocer a semejante estadista.
La verdad es que su vida era como de novela, de serie de Netflix. A los 18 años, con sacoleva y sombrero de copa, fue edecán de la sobrina de Guillermo León Valencia en el banquete que se le ofreció al general Charles de Gaulle en Bogotá. Acabado el convite, Noguerita se fue para donde las ‘cómicas’, como les decía, con tan mala suerte que la policía lo arrestó porque al verlo vestido así creyó que era el mago del lugar y le pidió la licencia.
Todo lo que decía y contaba, todas sus anécdotas y aventuras eran para desternillarse en el piso mientras él apenas esbozaba una sonrisa o se frotaba las manos.
Era quizás el último exponente verdadero del humor bogotano, que él ejercía con absoluta seriedad, como todo humorista que se respete. Solía decir: “Yo tengo muy buenas salidas pero pésimas entradas”, y otra frase que oyó en su niñez y le encantaba: “Yo a mi Dios no le pido plata sino cositas que empeñar”. A una amiga suya, de la alta sociedad, le regaló Memoria de mis putas tristes con esta dedicatoria: “Para ti, que nunca fuiste triste…”.
Todo lo que decía y contaba, todas sus anécdotas y aventuras eran para desternillarse en el piso mientras él apenas esbozaba una sonrisa o se frotaba las manos. Fue alcalde menor de Chapinero, el cargo que más lo honró en la vida, y en tal condición tenía que expedir las licencias de los burdeles, lo cual hacía con absoluto rigor. Una vez una propietaria le dijo: “¿Cuándo va por allá para atenderlo, doctor?”. Noguerita le respondió como el profesional que era: “Hoy”.
Se casó con una vallenata estupenda, Luzmila Araújo, con la que tuvo dos hijos ejemplares, Alfonso Pablo y María José. Por un tiempo vivió en La Paz, César, donde vendió celulares puerta a puerta vestido de paño. Es probable que no vendiera ni uno solo pero sus clientes lo adoraban y le daban todo el whisky del mundo con tal de oírle sus desventuras. Él mismo resumía así su vida: “De Beethoven a Diomedes Díaz”.
Por aquel entonces me dijo, a propósito de su relación con los costeños: “Carajo, me cuesta mucho hablar con alguien al que le dicen ‘el chichi’ ”. Luego consiguió una novia nonagenaria y millonaria con la que se iba a casar, chapineruna raizal como él, a la que le dijo muy romántico: “Lo bueno de nuestra boda es que la lista de regalos la dejamos en Farmatodo”. Enviudó antes del matrimonio, por desgracia, sin derecho a recibir la herencia.
Hace seis años le descubrieron un cáncer atroz y le dieron tres meses de vida, máximo, a los cuales sobrevivió hasta hace unos días sin saberse cómo, igual que lo hizo todo desde joven. La última vez que lo vi le señalé, con gran entusiasmo, ese error de cálculo de los médicos, me respondió con su cara de huerfanito y su ironía siempre engatillada: “Otra cuota en la que también me atrasé”.
Con su muerte desaparece uno de los últimos testigos de esa Bogotá grandiosa y pueblerina que ya no existe más. Un ser bueno como pocos que hizo del humor un arte, una forma épica de sobrevivir.
Hasta siempre, Alfonso. Hasta siempre, Noguerita.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN