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Lo que llamamos la civilización no es más que eso, la suma de todo lo humano.

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En los últimos tiempos incurro cada vez más en un gesto absurdo y sin embargo inevitable, casi instintivo, que consiste en tratar de ampliar con los dedos una foto de papel que no logro ver bien. Como si la tuviera en el celular, que es lo que pasa hoy siempre con las fotos, y como si pudiera detallarla sin problema en cada uno de sus momentos y sus pliegues, abriendo y cerrando el índice y el pulgar. Como si la vida toda fuera ahora una pantalla, y eso es lo que es.
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Después de un par de intentos caigo en la cuenta, muy rápido, de lo necio de mi esfuerzo y lo ridículo que me debo de ver así, como si mis dedos tuvieran el poder mágico, que de alguna manera sí tienen cuando están en la tableta o en el 'móvil', como dicen los españoles, el poder mágico de aumentar todo lo que tocan, no solo las fotos sino también los textos: el otro día me pasó con un libro, pensé que más bajo ya no se puede caer.
Hay un video famoso y viral de un bebé al que le pasan una revista y el pobre trata de gestionarla y 'navegarla' como si fuera alguno de esos juegos o canciones o videos que sus papás le deben de poner, con toda la razón, cuando no para de llorar ("no para de llover", me di cuenta luego de que había escrito; no sé si quiera corregir un desliz tan bello) y entonces le dan la tableta para que se sumerja en ella y se calle por fin y caiga bajo su embrujo bienhechor.
Habrá quien salte de inmediato a decir que es el colmo y que la tecnología no se puede volver la niñera de nadie ni el sucedáneo de los papás; hay hasta estudios científicos que lo demuestran, como con todas las cosas de la vida. Igual no importa, ese no es el tema. Aunque sí aprovecho la ocasión para exculpar a esos papás que ya no encuentran qué más hacer y acuden a ese sonajero providencial: solo quien haya estado allí sabe lo que valen esos instantes de paz.
La evolución de nuestra especie –o su involución, cada quien verá– está determinada por los utensilios que la hicieron posible.
Pero lo interesante de ese video del bebé con la revista es cómo trata de usarla cual si fuera una tablet; y su desespero y su desconcierto son evidentes cuando se da cuenta, sin saberlo, por supuesto, de que está lidiando con un objeto análogo, viejísimo e inexplicable, y no con uno digital. Ese niño está ante una pieza arqueológica: una revista cualquiera, como las que siempre inundaron nuestra vida, que para él es una tablilla babilónica.
Supongo que sobre eso también hay ya miles de estudios científicos. Hablo de la forma en que el progreso tecnológico va habitando y transformando la vida humana hasta producir no solo un cambio cultural, lo cual es obvio, en eso consiste el 'progreso', aunque ese también es otro tema, sino un cambio físico y biológico. La evolución de nuestra especie –o su involución, cada quien verá– está determinada por los utensilios que la hicieron posible.
Recuerdo algo que alguna vez leí en un libro de Vere Gordon Childe, un autor hoy tan prehistórico, me imagino, como los temas de los que se ocupaba. Pero él decía eso, y no solo él, claro: que la cultura es la naturaleza humana y que para nuestra especie había sido una fortuna, en medio de todo, esa suerte de debilidad biológica que le impedía incorporar en su evolución física todos los rasgos que los otros mamíferos, por ejemplo, incorporaban a mayor velocidad.
Es lo que decía también Ortega y Gasset, que "el hombre no tiene naturaleza sino historia". Lo que llamamos la civilización no es más que eso, la suma de todo lo humano. Y es allí donde está el relato de nuestra evolución, la memoria de lo que somos. Desde las huellas de un niño que quedaron inscritas en una roca volcánica hace más de diez mil años (la ‘anábasis’: somos una especie que camina) hasta las manos ansiosas de ese bebé que ya nunca leerá una revista.
¿Cuánto hemos cambiado? Basta ver una vieja foto de papel.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
www.juanestebanconstain.com

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