Se cumplirán pronto los treinta años de la Constitución del 91, y pocos niegan que significó un gran avance democrático para el país en reconocimiento de derechos, garantía de libertades, inclusión social y profundización de la participación ciudadana. Sin embargo, hoy es evidente que las instituciones políticas y electorales y la istración de justicia padecen un grave problema de legitimidad que no han podido superar, no obstante los múltiples intentos de reforma en las últimas décadas. Es igualmente agridulce el balance en ordenamiento territorial y el cumplimiento de funciones de las corporaciones autónomas.
Durante este siglo hemos discutido, una y otra vez, la necesidad de unas reformas política y judicial profundas, que permitan que las instituciones estén al servicio de la ciudadanía y no de unos pocos privilegiados. Y cuando no es el Congreso el que se rehúsa a avanzar en cambios sustanciales que recuperen la credibilidad de las instituciones, es la propia justicia la que se atraviesa a las distintas iniciativas, como ocurrió con la reforma de equilibrio de poderes, que contemplaba la supresión del Consejo Superior de la Judicatura y de la Comisión de Acusación de la Cámara, que la Corte Constitucional tumbó en un incomprensible fallo. La misma suerte han corrido los intentos de modificar el ineficaz ordenamiento territorial del país o intervenir radicalmente la gobernabilidad de las corporaciones autónomas regionales, que se han convertido en los más vergonzosos focos de corrupción y politiquería y obstáculos para una política ambiental coherente y eficaz.
El Congreso ha demostrado hasta la saciedad que es resistente a verdaderos cambios que eliminen privilegios, y las cortes desafortunadamente siguen la misma línea. Estamos bloqueados por ese camino y el miedo a una constituyente omnímoda y omnipotente como la de 91; el temor a la fortaleza electoral del uribismo por parte de ciertos sectores y la negativa en la mesa de negociaciones con las Farc en La Habana a conceder a la guerrilla este triunfo son factores que han impedido dar un debate amplio sobre la conveniencia o no de una nueva constituyente. Y en no pocos sectores se peca también por una cierta idealización de la Constitución del 91 y el razonable temor de que se incurra en retrocesos democráticos.
El artículo 376 de la Constitución, que limita con claridad cualquier peligro de excesos de una eventual constituyente y los cambios en el comportamiento político de los colombianos, confirmados con las pasadas elecciones territoriales y las inmensas movilizaciones sociales, brinda tranquilidad frente a los temores expuestos. Colombia necesita con urgencia modificaciones de fondo en el sistema político en cuanto a las reglas con que se elige, la financiación de campañas y una autoridad electoral independiente. Una reforma de la justicia que despoje por completo a las cortes de sus funciones electorales, acabe el ineficiente Consejo de la Judicatura y cree un tribunal de aforados. También tenemos pendiente una profunda reforma territorial y una cirugía radical de la política ambiental y las cuestionadas CAR.
El medio ideal para tramitar las reformas es el Congreso, sin duda. Sin embargo, los intentos han fracasado en diversas ocasiones ante la incapacidad de los partidos de interpretar a los ciudadanos y su deseo de cambio. Por su parte, la Constituyente hoy reglada tiene un trámite complejo en su convocatoria y elección. Los colombianos debemos dar el debate sobre estas medidas estructurales y la mejor manera de convertirlas en realidad. Lo otro son ‘grandes conversaciones’ vacías y distractoras y unas cuantas medidas populistas, de izquierda o derecha, que en nada contribuyen a que Colombia pueda enfrentar oportunamente y con eficacia los grandes desafíos del futuro, especialmente la desigualdad social y el deterioro del planeta.
JUAN FERNANDO CRISTO