Se nos olvidó debatir en Colombia. El problema más grave del país en los últimos años es la incapacidad de discutir y buscar consensos. Las agresiones y descalificaciones son taquilleras, atraen a las barras bravas. En cambio, el argumento y la razón parecen pasados de moda. En medios y redes están ‘in’ los ‘hashtags’, las tendencias, las peloteras. Y en este clima de radicalización es imposible construir país y superar la profunda crisis que padecemos.
El último episodio, con el fallo de la Corte Interamericana de DD. HH. que favoreció a Gustavo Petro, es un ejemplo más de esa incapacidad para debatir, pero no el único. En este caso, en lugar de analizar qué debemos hacer para adecuar la legislación y mantener los instrumentos necesarios en la lucha contra la corrupción, amplios sectores resolvieron en forma inmediata que se garantizaba la impunidad a todos los alcaldes y gobernadores corruptos del país. Termina entonces la discusión impunidad vs. persecución, sin justos medios. Así estamos en todo. En la investigación de Uribe, unos consideran insuficiente la casa por cárcel y solo quedarán satisfechos si ven al expresidente tras las rejas, y los otros no aceptan ningún fallo de la Corte que no sea el archivo del expediente.
En el tema Venezuela, unos exigen derrocar a Maduro de cualquier manera, mientras que los otros se niegan a aceptar el carácter dictatorial de ese régimen. Y se acusan recíprocamente de “proyanquis” y “castrochavistas”. Quien defiende el acuerdo de paz es un “fariano” que vendió el país a la guerrilla, y aquellos que lo atacan son calificados de “paracos”. Los unos quieren erradicar la minería y la explotación de hidrocarburos del territorio nacional, mientras que los otros pretenden explotar sin consideraciones ambientales y sin consultar las comunidades.
Ante la pandemia, unos insisten en cuarentena total para proteger la vida, y los otros piden la apertura de todos los sectores económicos ante la quiebra inminente de la economía. Los unos, fanáticos de la alcaldesa de Bogotá, insultan a Duque, y los del Presidente acaban con Claudia. Podríamos seguir con muchos más ejemplos de una radicalidad que pone en riesgo la democracia y sus instituciones.
Frente a la decisión de la CIDH, no es cierto que las únicas alternativas sean desacatar la sentencia o dejar el campo libre a los corruptos para que hagan de las suyas. Se pueden encontrar fórmulas que permitan a los entes de control cumplir sus funciones de prevención y sanción a los funcionarios elegidos popularmente, sin que esas entidades, dirigidas por una sola y superpoderosa persona, tengan en sus exclusivas manos la suerte de todos ellos. En la reforma política del 2017 se presentó al Congreso una propuesta que cumplía con ese propósito. Lamentablemente, el proyecto se hundió en medio de las controversias propias de la época preelectoral.
El artículo señalaba textualmente: “Las limitaciones de los derechos políticos decretadas como sanciones que no tengan carácter judicial a servidores públicos de elección popular producirán efectos solo cuando sean confirmadas por decisión de la jurisdicción contenciosa istrativa en el grado jurisdiccional de consulta. Las decisiones que afecten la permanencia en cargos públicos serán de ejecución inmediata”. Con esta iniciativa se garantizaba que la Procuraduría General de la Nación mantuviera facultades y dientes para perseguir a corruptos elegidos popularmente, pero las muertes políticas, con inhabilidades de 15 o 20 años, debían ser revisadas por un cuerpo colegiado de la Rama Judicial antes de entrar en vigencia.
Esa y otras alternativas podrían discutirse en el Congreso de la República si se buscan soluciones y no responsables. Si se aíslan los discursos extremos y somos capaces de encontrarnos en la línea del medio. Si intentamos ponernos de acuerdo del lado de las instituciones y no atentamos contra ellas cada vez que una decisión no nos gusta. En el caso de Uribe, por ejemplo, coincidamos en el compromiso de respetar la decisión de la Corte con respecto a quién debe continuar con el proceso. Suena fácil, pero cuestiones tan sencillas se volvieron imposibles en Colombia.
JUAN FERNANDO CRISTO