No es hora de amenazantes arrebatos populistas e incendiarios desde las toldas más radicales del petrismo, ni tampoco de furiosos discursos apocalípticos desde algunos cuarteles de ruidosa radicalización opositora.
Tan dañinos son los que creen que satanizando a la oposición, y agrediéndola y amenazándola, se pueden obtener triunfos políticos, como aquellos que están dispuestos a arrastrar a Colombia por los sótanos del infierno con tal de que a Petro le vaya mal. No se equivoquen. Si Colombia no está primero en la mira de los políticos de unas y otras toldas, todos saldremos perdiendo. Y mucho.
Estamos atravesando un momento muy complicado con una suma de ingredientes inéditos que entremezclados generan un peligroso coctel. Urge contener efectos letales y apelar a los principios fundantes de la democracia, por un lado, y a la proverbial y siempre esperanzadora fortaleza de los colombianos para superar con éxito esta cerrada tormenta.
Para comenzar, es necesario que el Gobierno entienda que puede conducir a peligrosas sinsalidas tramitar con candela argumental y movilizaciones movidas por discursos de odio (cuyo control puede salirse de las manos, como ya pasó) la frustración gubernamental derivada de las dificultades surgidas en el camino de aprobación de las leyes.
La búsqueda de respaldos populares para las iniciativas de políticas públicas es legítima. Lo que no es legítimo es pretender sustituir la deliberación parlamentaria por griterías en las plazas, o, dicho de otra manera, invocar la voluntad popular que votó por el presidente para desconocer la voluntad popular que votó por el Congreso.
Ese principio se llama separación de poderes y es piedra fundante de la democracia que se respete la competencia del Congreso para hacer las leyes. El Gobierno propone y el Congreso dispone.
El hecho de que en pasados gobiernos, y al comienzo de este se hayan tramitado leyes a punta de mermelada, no hace ni adecuada ni aconsejable la mermelada. Ha destruido y pervertido la política colombiana. Lo deseable es la primera versión mockusiana de ganar los pulsos a punta de argumentos anclados en el conocimiento técnico y la búsqueda del bien común. Y recuerden que el Concejo una y otra vez negaba las iniciativas hasta que la razón se imponía y lograban consensos constructivos.
Para ilustrarlo con un simple ejemplo. Aunque muchos digan que para eso no se requiere ley, mucho se ganaría para el bienestar colectivo si se empieza a aplicar una aproximación más integral y contundente frente a la salud preventiva y si se van cubriendo los sobregiros regionales de equidad en infraestructura y servicios básicos de salud. Sobre eso ya hay un consenso y ojalá el nuevo ministro de Salud, que es un médico reconocido y un hombre experimentado y conocedor de las entretelas del Estado, así lo entienda.
Y debe haber generosidad patriótica a la hora de reconocer errores propios y aciertos ajenos. La agenda legislativa está llena de despropósitos que deben ser atajados. Pero también tiene iniciativas que merecen una oportunidad. Serenamente se debe intentar, otra vez, una búsqueda de consensos razonables. Sin aspavientos, ni mermeladas, ni odios ni vanidades dañinas.
Y la firmeza debe aflorar a la hora de defender los soportes institucionales que hacen posible la vida en sociedad. Me refiero, por ejemplo, al respeto por la independencia de la Rama Judicial como elemento estructurante de la separación de poderes. O el apoyo para las Fuerzas Armadas inscrito dentro de elevados estándares de eficacia, transparencia y protección de los derechos humanos. O el más absoluto respeto por la libertad de expresión, la libertad de información, la libertad de opinión y la libertad de prensa.
Un ejemplo final. José Antonio Ocampo hará falta y creo que fue un error sacarlo. Pero creo que aún más dañina que la misma salida de Ocampo puede ser la prédica de los profetas del desastre empeñados en agravar aún más el mal entorno económico que recibe el nuevo ministro. ‘Tras de cotudos, con paperas’, decía mi abuelita.
JUAN LOZANO