Muchas veces, para resolver los problemas, es importante dividirlos en partes más pequeñas. Cuando de analizar la conflictividad nacional se trata, vale la pena comprender que la historia del país ha estado atravesada, desde hace muchos años, por tres tipos de conflictos diferentes: el armado, el político y el social. De la forma como se le ha dado trámite y respuesta a cada uno de ellos ha dependido, en buena parte, el desarrollo del país y el bienestar de los colombianos.
Desde hace más de seis décadas, hemos padecido un conflicto armado que ha involucrado a múltiples actores: unos que atacan al Estado; otros que buscan defenderlo y, otros más, que simplemente buscan lucrarse de las economías ilegales. En todos los casos, estos grupos han imposibilitado que el Estado conserve el monopolio de las armas, lo cual tiene implicaciones muy significativas en materia de seguridad para todos los ciudadanos.
La paz armada es aquella que se esperó alcanzar en el Acuerdo Final con las Farc y que hoy, pese a ese logro, sigue siendo esquiva por el accionar de las disidencias que quedaron del acuerdo, además del ELN y otras organizaciones armadas ilegales existentes. El eje de gravedad de esta paz esquiva ha sido la ausencia del Estado en el territorio, lo que, asimismo, ha facilitado el desarrollo de las economías ilegales, las cuales han servido de gasolina para la prolongación del conflicto armado en el tiempo.
Por otra parte, la historia política del país ha estado marcada por distintos periodos en los cuales la polarización ha sido tan profunda que ha bloqueado la escucha y el reconocimiento del otro como interlocutor político válido. Esto ha debilitado a las instituciones democráticas y, en muchas ocasiones, no ha permitido que el eje de los debates políticos sean las soluciones a los problemas nacionales.
Los conflictos armado y social se nutren tanto de los enfrentamientos políticos como de los vacíos en la intervención del Estado en ciertos territorios y con ciertas poblaciones.
La paz política no significa homogeneidad en el pensamiento, sino institucionalización del debate. Se consigue con un acuerdo político nacional. Lo importante de un acuerdo de este tipo es que sea, como decía Álvaro Gómez, sobre lo fundamental, lo que debe transcender la visión de buscar gobernabilidad con ayuda de la mermelada para hacer del Congreso una aplanadora y pasar las reformas del Gobierno por fast track. Como decía John F. Kennedy: “se puede ganar con la mitad, pero no se puede gobernar con la mitad en contra”. De ahí la importancia de construir propósitos comunes.
En el país existe también un conflicto social, que se hizo evidente con el estallido reciente, cuando una parte importante de la población salió a manifestarse en torno a dos palabras fundamentales: dignidad y oportunidades. Por dignidad se hace un llamado profundo a la inclusión y con oportunidades lo que se pide, en el fondo, es la intervención del Estado para corregir las fallas del mercado.
La paz social se consigue, entonces, cuando no haya colombianos que se sientan invisibles ni marginados del proceso de toma de decisiones, y cuando seamos capaces de nivelar la cancha con una política social más profunda y eficaz.
La paz política cobra especial relevancia porque se convierte en el articulador de la paz armada y de la paz social. Los conflictos armado y social se nutren tanto de los enfrentamientos políticos como de los vacíos en la intervención del Estado en ciertos territorios y con ciertas poblaciones.
El futuro del país depende en buena medida de la forma como nos aproximemos a estos tres conflictos, que, aunque diferentes, se relacionan entre sí, porque comparten la misma motivación: la dificultad para institucionalizar el debate. Tal vez es el momento de darle a este propósito la importancia que se merece.
JULIANA MEJÍA