Uno de los llamados más importantes que los jóvenes del mundo hacen hoy, y Colombia no es la excepción, es la atención a los temas de salud mental. Si bien es un asunto al que ellos se refieren con total naturalidad, para los adultos es un tabú aún: poco hablan de ella y desconocen casi todo al respecto, empezando por la forma de abordarla.
Cuando los jóvenes hablan de salud mental, no se refieren a los casos de enfermedad grave, sino a los problemas emocionales que vive la gente “sana”. Coinciden con la definición de la OMS, para la cual la salud mental significa “ser más capaces de relacionarse, desenvolverse, afrontar dificultades y prosperar”. Lo sienten apremiante, porque, después de la pandemia, los problemas de salud mental aumentaron en un 25 % y hoy afectan a una de cada ocho personas en el mundo, cerca de 1000 millones de individuos.
Este aumento se debe, en gran medida, a que el nivel de incertidumbre hoy es mayor, lo que nos lleva a tener una sensación de pérdida del control de nuestras vidas, lo que hace que nos sintamos cada vez más inseguros. La presión que generan el cambio climático, las guerras, la pandemia, las redes sociales, la polarización y la situación socioeconómica son responsables de esto.
De igual forma, las nuevas generaciones están creciendo con menos habilidades sociales y emocionales que les brinden herramientas para enfrentarse a los problemas, tolerar la frustración, construirse una identidad propia, tener relaciones sólidas y definir un proyecto de vida que le dé sentido a su existencia. Esto ha llevado a estados emocionales devastadores, donde hay mucha inestabilidad y vacíos afectivos.
La forma de abordarla debe ir más allá de la mirada patológica y debe pensarse desde intervenciones multisectoriales.
Asimismo, los entornos protectores (hogares, colegios, espacios públicos, etc.), en algunos casos, se están convirtiendo en factores de riesgo por las dinámicas conflictivas que los rodean.
Así las cosas, al ser una situación multicausal, la forma de abordarla debe ir más allá de la mirada patológica y debe pensarse desde intervenciones multisectoriales.
Aquí las comunicaciones son definitivas. La manera en cómo se informe puede empujar a muchas personas a situaciones aún peores de discriminación y estigmatización y cerrarles puertas, o puede convertirse en parte de la solución y abrir caminos de esperanza para aquellos que se sienten “rotos por dentro”.
Fortalecer las habilidades sociales y emocionales es fundamental, tanto para su prevención como para transitar el camino de su solución. Dentro de este proceso es tan importante brindarles a las personas el derecho a sentirse vulnerables como empoderarlas para que sean ellas mismas quienes “piloteen” su proceso de recuperación y hagan un plan de rediseño de sus vidas.
Asimismo, trabajar para que los entornos sean de protección, no de riesgo, y sean espacios de encuentro, conexión, cuidado y afecto, es muy importante. Así como también lo es el cuidado al cuidador.
Mejorar la atención médica, cuando sea necesaria (no siempre lo es), también es relevante, ya que solo el 10 % de quienes la necesitan la reciben. En el mundo, los países destinan, en promedio, solo el 2 % de su presupuesto en salud a esta causa y, en muchos casos, no forma parte de los servicios esenciales de la cobertura universal de salud.
Los problemas de salud mental afectan todo: el aprendizaje, la capacidad laboral, agravan los ciclos de pobreza, generan tensiones en las relaciones sociales, etc. Más que un asunto patológico, es un asunto de calidad de vida. De ahí la importancia de ponerlo en la agenda pública, sin tapujos ni estigmatizaciones, para empezar a incidir en él debidamente. De poco sirve el progreso en otras áreas si no tenemos salud mental.
JULIANA MEJÍA