La presencia del Estado en el territorio no es resultado de un decreto: es resultado de una construcción colectiva. Un ejemplo de esto fue lo que ocurrió durante la Consejería para Medellín a cargo de María Emma Mejía en los años noventa, donde convergieron tres estrategias fundamentales.
La primera fue desmilitarizar las ‘comunas’ y entrar a escuchar a la juventud. Es decir, abandonar la estrategia de fuerza y adoptar la estrategia de diálogo social. Esto llevó a un proceso de construcción de confianza mutua, que tenía como propósito borrar estigmatizaciones de lado y lado, en el que estuvieron presentes, además del Gobierno y las poblaciones, sectores sociales como la academia, la Iglesia, ONG, empresarios, entre otros.
En segundo lugar, a través de un programa de televisión llamado Arriba mi barrio, transmitido semanalmente por Teleantioquia, se llevó a cabo una estrategia de comunicación cuyo propósito era visibilizar los liderazgos positivos que ya existían en los territorios, para que estos empezaran a ser vistos por algo distinto a la violencia y sus habitantes se llenaran de orgullo y pudieran recuperar la autoestima. El éxito del programa fue tal que salir allí se convirtió en una aspiración para muchos, quienes a la postre se volvieron referentes positivos para otros. El programa consiguió, además, sensibilizar al resto de la ciudad y reducir prejuicios y estigmas.
La fórmula para llevar presencia estatal a los territorios donde históricamente ha estado ausente, aunque pueda sonar a lugar común, es bien profunda: "Tender puentes en lugar de levantar muros".
La última parte de la estrategia fue hacer inversión social. Durante ese periodo hubo más de 1.200 proyectos de todo orden, que iban desde pintar el colegio completo hasta proyectos de urbanismo que permitieron la interconexión espacial y la comunicación entre barrios en los que había fronteras invisibles. Adicionalmente, los procesos de organización comunitaria se fortalecieron, porque si bien había movilizaciones sociales, estas estaban dispersas. Se buscó, entonces, unir esfuerzos y generar articulación y sinergias para que pudieran trabajar sobre propósitos comunes. Igualmente, se ofreció una formación intensiva para líderes sociales y se crearon espacios como las Casas de la Juventud, una vía de escape para muchos jóvenes que querían salir de la rutina de la violencia. Lo especial de estas inversiones sociales es que fueron concertadas, luego de un proceso en el que las comunidades mismas definían sus prioridades, y que contaron con recursos de cooperación internacional.
Hoy, las personas que participaron en todo ese proceso agradecen porque están vivas y se reconocen a sí mismas como sobrevivientes. Dicen que las salvaron las oportunidades.
Las lecciones aprendidas de esta experiencia, y de otras semejantes en el país, dejan claro que las transformaciones sociales no son el resultado de soluciones de fuerza, sino del fortalecimiento de capacidades. En ese propósito hay que tener en cuenta dos objetivos fundamentales: dignidad (escuchar y reconocer) y oportunidades (ofrecer soluciones concretas).
El primer propósito, que no tiene costo, es brindarles a estas poblaciones la posibilidad de ser protagonistas de su propia historia, darles la oportunidad de soñar e imaginarse de forma distinta, hacerlas sentir que tienen valor y ayudarles a recuperar la esperanza.
El segundo propósito es el desarrollo de soluciones concretas con alto retorno social, que incluyen el apoyo a procesos de organización comunitaria, la formación de liderazgos, el desarrollo de obras públicas, etc.
La fórmula para llevar presencia estatal a los territorios donde históricamente ha estado ausente, aunque pueda sonar a lugar común, es bien profunda: "Tender puentes en lugar de levantar muros". La palabra clave es conectar.
JULIANA MEJÍA PELÁEZ