El reciente informe del Dane nos presenta una realidad inquietante: más de 2,6 millones de jóvenes en Colombia son ninis, es decir, se encuentran en una situación en la cual ni estudian ni trabajan. Las cifras oficiales del Sistema de Matrícula Estudiantil del Ministerio de Educación (Simat) revelan que menos de la mitad de los estudiantes que ingresan a la educación primaria logran completar su bachillerato. Paralelamente, las investigaciones del Laboratorio de Economía de la Educación (LEE), de la Universidad Javeriana, señalan que el 30,5 por ciento de la población en edad escolar —entre los 5 y los 24 años—, es decir, 3 de cada 10 personas, no está asistiendo a instituciones educativas.
Más allá de la innegable influencia en estas cifras de las barreras de de tipo socioeconómico, es crucial examinar si el paradigma de la educación tradicional está satisfaciendo las necesidades y expectativas de las nuevas generaciones. La situación actual nos plantea la obligación de repensarnos la educación más allá de los temas habituales de financiamiento, calidad, pertinencia, formación docente, infraestructura, conectividad, etc., para cuestionarnos sobre su capacidad para responder a los retos que esta población plantea.
El hecho de que a muchos jóvenes les cuesta trabajo imaginar un futuro y proyectarse hacia adelante es un factor de gran incidencia en estos resultados. La incertidumbre del momento ha incrementado la sensación de pérdida de control sobre nuestras vidas, por lo que algunos no se dan siquiera la oportunidad de soñar.
Uno de los grandes desafíos con esta población hoy es ayudarles a recuperar la esperanza, la cual no es más que la semilla que hace posible que las cosas ocurran. Aunque pueda sonar abstracto, la capacidad de soñar es lo que nutre el terreno para cultivar las oportunidades —ya sean de tipo educativo, laboral, emprendedor, etc.—. No podemos olvidar que las transformaciones siempre comienzan con un sueño.
Uno de los grandes desafíos con esta población hoy es ayudarles a recuperar la esperanza, la cual no es más que la semilla que hace posible que las cosas ocurran.
La realidad económica de las personas puede limitar sus opciones, pero, como afirmaba Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra, sobreviviente de los campos de concentración en el Holocausto y autor de El hombre en busca de sentido, cada persona, “en última instancia, es su propio determinante”. De sus decisiones individuales, y “no de sus condiciones”, depende en qué tipo de ser humano se convierte.
La construcción de proyectos de vida es una manera de ayudarles a recuperar la esperanza. Este enfoque de introspección y búsqueda personal les sirve a los seres humanos para darle significado a su existencia, construirse una identidad, llenar el vacío interior —cuando lo hay—, sobreponerse a las dificultades, empoderarse y lograr los propósitos que se trazan.
Aquí, las instituciones educativas pueden jugar un papel fundamental al intencionar, desde la educación básica y media, la construcción de proyectos de vida que amplíen las perspectivas de los jóvenes y les ayuden a encontrar su lugar en el mundo.
Urge revaluar el enfoque de la educación que se está impartiendo hoy en Colombia. No solo se trata de habilitar oportunidades económicas, sino también de nutrir las mentes y los corazones de nuestros jóvenes para que puedan enfrentar el mundo con determinación, esperanza y un firme sentido de propósito.
Recordemos, como decía Frankl, que “la primera fuerza motivadora del ser humano es la lucha por encontrar un sentido a su vida”. Si la fuerza del propósito es lo que ha movido a la humanidad desde todos los tiempos, debemos trabajar para que la educación propenda, entonces, a “encender una llama”, en lugar de “llenar un vacío”, como decía William Butler Yeats.
JULIANA MEJÍA