Las imágenes de de la Fuerza Pública secuestrados en San Vicente del Caguán y el paro armado del Bajo Cauca nos evocan recuerdos del poder militar que las Farc tenían en el país hace 25 años. Si bien en Colombia los problemas de seguridad nunca han sido resueltos, lo cierto es que la dimensión de lo que venía ocurriendo en la última década nos hizo pensar a muchos que aquellos niveles de conflictividad estaban superados.
No obstante, hoy la realidad del país no es muy distinta de la que había en ese entonces: nuevamente tenemos poblaciones y territorios sometidos al control de grupos armados, donde la autoridad es ejercida por una organización ilegal y no por el Estado, como debe ser. Reclutamientos, confinamientos, patrullajes a plena luz del día, toques de queda impuestos por terceros, controles a lo que entra y sale y al costo de venta de los productos en los mercados locales, así como a la hora en que abren y cierran los establecimientos, hoy son habituales en aquellas poblaciones.
La única diferencia es que entonces el control lo ejercían, casi de manera hegemónica, dos organizaciones, mientras que hoy el control está fraccionado entre muchos grupos. Unos más grandes que otros, pero, en cualquier caso, todos tratando de controlar un pedazo del territorio, por lo cual, en lugar de enfrentarnos a un “latifundio de poder”, nos enfrentamos a algo similar a “parcelas de poder”. Y esto, por supuesto, hace aún más compleja cualquier solución para el conflicto armado nacional.
Si el Estado no logra hacer menos rentables las economías ilegales, lo que logre en materia de negociación solamente va a asegurar el reemplazo de los nombres de las personas y las organizaciones.
El programa de gobierno de Petro hablaba de la paz total en el marco de una estrategia que incluía cuatro elementos: negociación con el Eln, sometimiento a la justicia de organizaciones criminales y disidencias de las Farc, implementación del acuerdo de paz con las Farc y una nueva política de drogas que apuntaba a acabar definitivamente con el narcotráfico vía regulación. Sin embargo, una vez en ejercicio, la atención del Gobierno se ha centrado en los dos primeros puntos, dejando coja la estrategia definida. La experiencia del país ha demostrado que si el Estado no logra hacer menos rentables y atractivas las economías ilegales (esto incluye también a la minería ilegal), lo que logre en materia de negociación solamente va a asegurar el reemplazo de los nombres de las personas y las organizaciones, como el mismo Presidente lo reconoce.
Hay que tener claro que cada espacio que el grupo armado abandona y que el Estado no ocupa será copado por otras organizaciones ilegales. Cuando esto ocurre, la autoridad en el territorio es ejercida por alguien fuera del orden constitucional. La ilegalidad requiere de la fuerza, la intimidación de las armas y la corrupción para sobrevivir, lo cual genera una estela de descomposición profunda que corrompe muchas esferas de la vida nacional y frena el progreso social y económico de estas poblaciones. De ahí la importancia de tomarnos en serio la presencia del Estado en el territorio.
Cuando el Presidente habla de más Estado, no debe pensarlo desde la intervención del mercado, sino desde su facultad institucional para poner las reglas de juego y hacerlas cumplir, así como desde su responsabilidad de proveer bienes y servicios públicos en todo el territorio nacional.
Ahora bien, cuando ocurren situaciones como las que estamos viviendo, donde un actor acude a las vías de hecho para frenar la acción del Estado contra la ilegalidad, el peor escenario es maniatar a la Fuerza Pública y darle la espalda. La experiencia nos muestra que, por el contrario, lo que corresponde es respaldarla y dotarla de las facultades necesarias para que lleve a cabo su labor como garante del orden público.
JULIANA MEJÍA