En un viaje reciente a la ciudad de Medellín, tuvimos la fortuna de encontramos con Milena. Una mujer sobreviviente de la violencia que, con voz apesadumbrada, nos habló del infortunio de haber perdido hace unos meses a su hijo, un adolescente de catorce años. Con mucho orgullo, Milena nos señaló después el enorme mural con el rostro sonriente de su mamá, una lideresa social afrodescendiente, reconocida y al mismo tiempo amenazada por su trabajo comunitario. Finalmente, nos contó detalles de esa horrible noche en la que le pareció que del cielo le llovían balas. Estábamos en la comuna 13.
En la comuna, una de las zonas urbanas más peligrosas de Medellín, y otrora quizás también del país, el turismo cultural y comunitario se abre camino como una oportunidad real de transformación del territorio y de inclusión socioeconómica para una parte significativa de su población. Hoy, en internet y en las afueras de lugares como la estación de metro San Javier, se promocionan centenares de planes y recorridos turísticos que combinan el arte callejero de los grafitis, murales y pequeñas galerías con los helados de mango viche, los sonidos de la salsa choque y las vistas panorámicas de una ciudad que renace entre disparos de pinturas coloridas.
Lo más interesante es que dentro de la comuna, grafiteros, raperos, trovadores e incluso los guías, como Milena, no son meros espectadores que puedan ser usados como alimento para satisfacer la curiosidad de los visitantes. Por el contrario, se asumen como sujetos empoderados que están intentando, de forma creativa y en colectivo, transformar sus realidades y responder a los desafíos de la pobreza y la falta de oportunidades que durante años se agazaparon con violencia en las calles empinadas y estrechas de su territorio.
La comuna 13 es un gran escenario de diversidad cultural y artística. Desde donde sus residentes, la gran mayoría desplazados por el conflicto armado, ejercen y exigen su derecho a la ciudad y participan activamente en el diseño, la gestión e implementación del modelo turístico de su barrio. El turismo en la comuna tiene el rostro de Milena, de Andrés, de Giovanny y también el de Sandra. Ellos, a partir de sus expresiones culturales y comunitarias, se constituyen en el verdadero valor agregado de una apuesta turística urbana centrada en los talentos y la creatividad de sus habitantes.
En este contexto, es necesario seguir priorizando como eje estratégico en las políticas del sector, el fortalecimiento de las dinámicas regionales enfocadas en el aprovechamiento económico de la diversidad cultural a través de un turismo responsable.
Lo cierto es que la puesta en marcha de procesos planificados e integrales de desarrollo turístico se vuelven, por ejemplo, aún más urgentes en ciudades como Cartagena. Precisamente, porque la fuerza transformadora de la Heroica no está en sus monumentos o playas, sino en las manifestaciones culturales que abundan en los barrios, con la gente y sus procesos comunitarios de resistencia.
Más allá de las murallas, empiezan a echar raíces las iniciativas de turismo cultural en escenarios barriales: en los puestos de comida tradicional ubicados en el popular mercado de Bazurto, en el retumbar de los tambores en La Boquilla, en los pasos de salsa cada fin de semana en El Coreano, o en los festivales culturales que organizan los gestores sociales en El Pozón.
Humanizar el turismo, invirtiendo en la cultura local, generando capacidades, comprometiendo al sector privado, e involucrando a las escuelas y universidades, es un punto de partida clave en la agenda para jalonar la transición hacia una visión turística de país más humana, sostenible e incluyente.
KANDYA OBEZO