Bajo el terror de balas, machetes e inclusive piedras, se siguen apagando las vidas de hombres y mujeres jóvenes en capitales como Cartagena y Quibdó. Los titulares de los periódicos reportan con una normalidad aterradora las cifras de muertes violentas, de heridos en hospitales, de sobrevivientes de una guerra que empieza también a tomar los barrios de las ciudades.
En Cartagena, ya van más de cien personas asesinadas de forma violenta en lo corrido del año. La inseguridad al límite, con una racha, que parece no acabar, de atracos y fleteos, se roba la tranquilidad de los cartageneros y turistas. En Quibdó, hasta hace unas semanas, llovían balas, y sus habitantes en medio de la zozobra por el fuego cruzado clamaban la atención y solidaridad del resto de colombianos. En la ciudad que otrora fue considerada un remanso de paz, hoy las extorsiones y los hurtos se volvieron pan de cada día.
Las víctimas, y tristemente también muchos de los victimarios, son jóvenes con pocas opciones en la vida. Jóvenes que, sobreviviendo al olvido, a la falta de oportunidades y al racismo, quedan abandonados, sin perspectivas de estudio o trabajo. Entonces, un puñado de ellos, cansados tal vez de resistir, se asesinan entre sí, y nos entregan un testimonio estremecedor de la marginalidad racial y espacial de nuestro país.
Un muy reciente diagnóstico sobre las condiciones de seguridad en Quibdó, realizado por la Universidad de los Andes, deja ver que el aumento de la violencia en esa ciudad guarda estrecha relación con el auge del desplazamiento forzado, la pobreza, la baja escolaridad, el desempleo juvenil y la débil presencia del Estado.
Y aunque en Cartagena las autoridades policiales atribuyen el aumento de la inseguridad a enfrentamientos entre bandas criminales, no se puede obviar que el 68,3 % de sus habitantes comen menos de tres veces al día, en una ciudad con altos índices de informalidad laboral y empleo precario que afecta principalmente a los más jóvenes. En nuestro Corralito de Piedra, a medida que se redujeron las restricciones por el covid-19 aumentaron las actividades delictivas.
Las garantías institucionales de más y mayor a educación, empleo digno y salud, que hace tiempo debieron implementarse, se quedaron cortas y se profundizaron con la pandemia. Ni qué decir de los programas culturales y deportivos, que no obstante su importancia terminan siempre con asignaciones bajas de presupuesto.
Los subsidios y el aumento de la Fuerza Pública serán ineficientes mientras los gobiernos sigan con paños de agua tibia, atacando la fiebre en las sábanas. Mientras no haya inversión e inclusión social estructurada para el corto y largo plazo, seguirán ocurriendo los anuncios y las estadísticas de los muertos.
La realidad es que donde no llega el Estado, irrumpe con fuerza la pobreza, y más atrás, las violencias con sus múltiples caras. Llegan la necesidad, el hambre. Llegan los grupos y bandas criminales a dibujar fronteras invisibles y a engañar con promesas de mejor futuro a los que nada nunca han tenido.
Los jóvenes en el centro de la problemática y de la solución piden ser escuchados. Por eso salen cada vez más a manifestarse, a levantar su voz y a explotar con su creatividad y talento las calles y redes sociales. Emergen en medio del humor, del arte y el baile, y muchas veces también con gritos desesperados, para reclamar su visibilidad y demostrar su agencia.
En medio de la desesperanza, mientras algunos observamos impotentes desde las gradas, con la segura distancia que nos permiten el televisor, Twitter y Facebook, ellos siguen resistiendo. Exigiendo que esta sociedad que los imagina siempre como futuro no les continúe fallando en el presente ¿Les seguiremos fallando?
KANDYA OBEZO CASSERES