Todo es magia, pero también es física, oigo decir a un científico en un programa de televisión. Aunque asegura que hoy nadie está en capacidad de imaginar el futuro, menciona proyectos en desarrollo: dispositivos que reemplazarán a nuestros “pesados” celulares, vehículos de conducción autónoma, trajes que permitirán volar y ‘apps’ que podremos descargar para regular el propio organismo. Luego, en el siguiente canal, veo al presidente Petro, con un sombrero típico, vociferando desde una plaza.
Anuncia que el martes nos dará día cívico y que una pregunta para la consulta popular puede ser esta: “¿Quiere que el día en Colombia termine a las seis de la tarde y sea festivo el sábado y el domingo, y, por tanto, haya recargo salarial si se trabaja en horas extras?”. ¿Sí o no? La decisión la tiene “el pueblo”.
La gente estalla en aplausos, y se me ocurre que, si “el pueblo” decide que sí, me quedará más claro que he hecho casi todos mis trabajos actuales y pasados en horas extras, así como probablemente lo “descubrirán” los actores, los ginecólogos, los trabajadores de restaurantes y hoteles, los científicos, los servidores públicos contratados por prestación de servicios, los que asisten a los consejos televisados de ministros, y los que ganan –y ni eso siquiera– lo del diario. Con esta enumeración aleatoria no desconozco la necesidad de limitar las jornadas de trabajo ni la urgencia de discutir la reforma laboral, en vez de archivarla. Lo que discuto es, justamente, la pobreza de la discusión: ese simplismo de generalizar sobre horarios idénticos para cualquier modalidad de empleo y sobre los tipos de empresas y de emprendimientos (y de rebusques y subempleos) que hay en Colombia y en este mundo del siglo XXI. Pero, sobre todo, esa utilización paternalista de la palabra “pueblo”.
Lo que discuto es, justamente, la pobreza de la discusión: ese simplismo de generalizar sobre horarios idénticos para cualquier modalidad de empleo y sobre los tipos de empresas y de emprendimientos que hay en Colombia
Decir “pueblo”, en lugar de ciudadanos, “dar” días cívicos para marchar, en vez de deliberar sobre las reformas, y lanzar preguntas complacientes con las que cualquiera puede soñar no son actos neutrales, sobre todo cuando sabemos que ya empezó la campaña electoral. Al contrario, esa idea de la reforma laboral asociada a la aprobación de una jornada idéntica, que deja flotando el Presidente en sus alocuciones iracundas, es una manipulación emocional que no solo niega la capacidad de agencia de los ciudadanos sino la complejidad de un campo, como el del trabajo, cada vez más plural y diverso. En este país dividido por la desigualdad, desmoralizado por la falta de oportunidades, especialmente entre una población joven de ‘ninis’ (ni estudian ni trabajan), cuyas únicas opciones son muchas veces vincularse a grupos y actividades ilícitas, o salir a marchar de nuevo por las promesas otra vez incumplidas, lo laboral no puede desconectarse de los proyectos personales y colectivos, y eso involucra la salud, la educación, la cultura, la seguridad y las oportunidades que inciden en el trabajo y que han fracasado también en este gobierno.
Si es cada vez más evidente la brecha educativa y tecnológica que nos condena a no participar creativamente en la invención del futuro, hablar de reforma laboral en un país, que está en un planeta en el que desaparecen a diario oficios y profesiones, debería ser también un ejercicio de imaginación. En estos tiempos en los que las máquinas suelen hacer mejor muchas cosas que las que logran hacer nuestras mentes (y sin cobrar horas extras), el significado de trabajar está en continua revisión.
Más allá de lo que decrete el Presidente, preguntarnos por ese significado es, en el fondo, preguntarnos cómo queremos y podemos vivir. Y aunque esa conversación no dependa exclusivamente de él, las promesas de nuevo incumplidas están lejos de solucionarse con un sí o un no.
YOLANDA REYES