“La paz más desventajosa es mejor es que la guerra más justa”.
Erasmo de Rotterdam
En Colombia nos hemos acostumbrado a naturalizar la violencia como una síntesis de nuestra historia y a promover visiones esencialistas sobre nosotros mismos como seres sociales para la guerra, permanentemente beligerantes y proclives a asesinar al prójimo por cualquier causa. La historiografía colombiana es tan rica en temas como la violencia y el conflicto armado que contamos con especialistas a los que denominamos ‘violentólogos’. En marcado contraste, es poco lo que sabemos sobre la resolución histórica de nuestros conflictos: cómo y quiénes lograron recuperar la confianza y la convivencia entre dos grupos humanos que se consideraban radicalmente antagónicos. Por eso es imprescindible confrontar nuestra supuesta tendencia al conflicto con la evidencia histórica. Durante el período colonial existieron espacios de negociación política. Influenciados por las ideas de la Ilustración, algunos funcionarios de la monarquía española retomaron e impulsaron la figura jurídica de los “tratados de paz”, que también se habían implementado durante los siglos XVI y XVII como una manera de poner punto final a los conflictos existentes con los indígenas independientes.
Uno de estos acuerdos se dio precisamente en la subregión que hoy conocemos como el Catatumbo –cuyo nombre proviene del vocablo barí catatuu, que significa pez bocachico–. Este territorio tiene una historia mucho más larga que la signada por la actual violencia. Allí, un joven cautivo barí, bautizado como Sebastián José y criado a la española por el tesorero de la ciudad Maracaibo, trabajó en 1772 como traductor, guía geográfico y facilitador de un acercamiento diplomático entre españoles e indígenas que puso fin a un conflicto de 110 años.
Sebastián José actuó como una suerte de bisagra político-cultural, como una puerta entre dos mundos, que daba cuenta de complejas realidades para una y otra parte. A través de su mediación se intentaba mantener la convivencia entre dos culturas diferentes que hasta hacía poco tiempo se consideraban acérrimas enemigas. La paz se extendió hacia la cuenca sur del lago de Maracaibo, y parte de las tierras altas de la serranía del Perijá, la cordillera Oriental colombiana y los andes venezolanos. Echado a andar el acuerdo, los indígenas disminuyeron los ataques a las embarcaciones de cacao que navegaban por los ríos Sardinata, Tarra, Catatumbo, Escalante y Chama, devolvieron los españoles cautivos que tenían en su poder y, en señal de paz, entregaron los arcos y las flechas de guerra. Los españoles, por su parte, entregaron regalos a los indígenas, sal y principalmente herramientas de hierro afilado que desconocían los barís, tales como machetes, hachas vizcaínas, palas, barretones, cuchillos, coas y anzuelos para pescar.
A raíz del éxito alcanzado, a Sebastián José se le concedió el título de “capitán”, el permiso de usar bastón de mando como señal de distinción frente a los demás barí, un salario vitalicio de ocho pesos mensuales y la exención del tributo para él y sus descendientes. Con la paz, lograron ingresar al territorio del Catatumbo los misioneros capuchinos de Navarra que los barís nunca habían aceptado. Los religiosos, con el fusil debajo de la sotana, se encargaron de fundar poblaciones españolas sobre los asentamientos indígenas e iniciaron el proceso de evangelización y sedentarización que algunos barís rechazaron, prefiriendo como el tigre, la vida libre en la selva y no, como gallina en gallinero, la quietud de los poblados.
En las regiones donde la monarquía española había establecido relaciones diplomáticas con los indígenas, la lealtad a la causa realista durante las luchas independentistas fue algo común y el Catatumbo siguió esta regla. En la zona, el fin de la paz se produjo cuando indígenas y capuchinos se aliaron para jurar lealtad al rey de España luego de la invasión napoleónica a la península Ibérica en 1808, creando incluso “milicias urbanas de indios voluntarios de Fernando VII”. De esta manera, ante al avance y el triunfo de las tropas independentistas, los revolucionarios tuvieron como norma la expulsión de los capuchinos, quienes regresaron a España, abandonando con esto las misiones barís. Además, sus bienes y haciendas pasaron a manos de los americanos que luchaban por implantar la independencia y la República.
Ante al nacimiento de un nuevo conflicto que ponía fin a una etapa de relativo sosiego, la actitud de la mayoría de los barís que se encontraban asentados en los pueblos de misión de las planicies de la cuenca del lago de Maracaibo, fue la migrar hacia las selvas de la banda oriental de la serranía del Perijá, donde hoy viven y se encuentran a punto de desaparecer debido al conflicto armado que existe en la región. Para los barís, la independencia, como sucedió con otros grupos indígenas en América Latina, más que un momento de bienestar, representó una quimera. Un momento en el que perdieron sus tierras comunales, las cuales fueron liquidadas y compradas por privados. De esta manera, más allá de la emoción y el orgullo nacional que representan las fiestas del bicentenario de la independencia, es importante reflexionar críticamente y señalar que este hecho no fue vivido de manera similar por todos los sectores sociales que componían la sociedad y que, por el contrario, la deuda histórica que tenemos con nuestros pueblos indígenas sigue hoy día más que latente.
Fredy A. Montoya López, es Ph. D. en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México y Docente de cátedra de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB).