En el verano de 401 a. C. un ejército de 10.000 mercenarios griegos estaba estacionado en un pueblo de Asia, no lejos de Babilonia. Habían llegado hasta allí convocados por Ciro, hijo menor del difunto rey persa, quien pretendía asesinar a su hermano y hacerse con el trono del imperio. Sus planes cambiaron repentinamente el día de la batalla de Cunaxa. Ciro murió combatiendo contra su hermano. Con su muerte, la expedición de los griegos perdió sentido. “El pequeño ejército quedó solo en el corazón de Asia, un lugar desconocido lleno de tropas enemigas, sin comida, sin munición y sin saber cómo regresar”, relata la escritora y helenista norteamericana Edith Hamilton en El camino de los griegos.
Para complicar aún más su situación, los persas convocaron a los oficiales griegos al mando a una reunión con un salvoconducto que garantizaba su seguridad, pero los traicionaron. Pensaban que dejándolos sin líderes quedarían completamente a la deriva. Pero erraron en sus cálculos. Los griegos no eran soldados cualesquiera: “Eran hombres libres, viviendo en Estados libres, nacidos de ancestros libres”, cuenta Hamilton recordando la Anábasis de Jenofonte, el relato con el que este escritor y soldado griego –miembro del ejército de los 10.000– inmortalizó su historia.
En la Grecia de donde venían existía un culto por el conocimiento y la razón. En Mileto habían surgido los primeros científicos, quienes dedujeron la existencia de los átomos y describieron la Tierra como un cuerpo de dimensiones finitas flotando en el espacio, y Atenas había acuñado el término ‘democracia’ para describir el innovador sistema de gobierno de la ciudad, en el que las decisiones públicas eran tomadas por una asamblea de ciudadanos. “El griego quería actuar y pensar por sí mismo... Dependía de sus propios juicios sobre lo justo y verdadero”, explica Hamilton.
A diferencia de las culturas occidentales contemporáneas, que resaltan y celebran la individualidad, los griegos se interesaban por las características compartidas con los demás.
Jenofonte conocía bien esa característica de sus conciudadanos. Por ello, al dirigirse al ejército de los 10.000, tras saberse la muerte de los oficiales y del general Clearco, afirmó que lejos de derrotarlos, los persas habían conseguido convertirlos a todos en generales. “En lugar de tener en su contra un Clearco, ahora tienen 10.000”, lo cita Hamilton.
Los griegos emprendieron su retirada con enemigos por doquier y sin poder confiar en nadie como guía. Siguieron el curso de los ríos Tigris y Éufrates hacia las montañas donde nacían. Soportaron frío con un equipo preparado para los desiertos arábigos, adaptaron su formación militar para enfrentar las tribus de las montañas y se ingeniaron la manera de ir consiguiendo comida y munición de sus enemigos sin tener que cargar el peso. Así, poco a poco fueron avanzando hasta llegar al mar.
Según Hamilton, ese temple de los griegos que permitió a los 10.000 regresar a casa habiendo realizado una hazaña que parecía imposible fue el mismo que hizo grande a ciudades como Atenas. A pesar de ser independientes por naturaleza y de estar en una peligrosa situación en que ellos eran su ley, los soldados griegos supieron trabajar juntos. Entendieron cabalmente que el éxito de su retirada dependía del trabajo conjunto y que la seguridad de cada uno era de interés de todos.
La democracia ateniense tenía un aire similar. Se basaba en la idea de que es posible confiar en los ciudadanos para respetar las leyes, cumplir con su deber y valerse de su sentido común al actuar. Los atenienses eran autónomos, hacían y cumplían las leyes para sí mismos y tenían un enorme sentido de obligación de servir al Estado. Para Platón, por ejemplo, el verdadero desarrollo moral se encontraba solo en el servicio a la polis.
Esa vocación por lo público tenía unas raíces profundas. A diferencia de las culturas occidentales contemporáneas, que resaltan y celebran la individualidad, los griegos se interesaban por las características compartidas con los demás. “Lo importante en una persona eran precisamente aquellas cualidades que tenía en común con la humanidad”, dice Hamilton. Esa manera de ver las cosas hacía que jamás perdieran de vista el todo; las personas hacían parte de una comunidad.