En su ejercicio como profesora universitaria de filosofía política, Arendt nunca buscó adoctrinar a sus estudiantes para adherirlos a una determinada línea política. "Puedo imaginarme que entre los que están metidos en política haya uno republicano, otro liberal y otro en quién sabe qué", dice en su libro Pensar sin asideros: ensayos de comprensión 1953-1975. Su meta no era que sus estudiantes compartieran sus ideas, sino que adquirieran el hábito de pensar e intentar comprender la realidad. Así evitarían caer en los extremismos que suelen surgir cuando no se reflexiona, especialmente en entornos caóticos.
Arendt decidió estudiar filosofía a los 14 años, luego de haber devorado los libros de filósofos como Kant y Jaspers. "Tenía claro que, o estudiaba filosofía o me ahogaba; no porque no me gustara vivir, sino porque lo más importante para mí era comprender la realidad y sus sucesos", dijo al periodista alemán Günter Gaus en 1964. El estudio de la filosofía no solo profundizó su entendimiento del mundo, también abrió su mente mostrándole que las ideas evolucionan y que existen múltiples maneras de pensar la realidad, y puso la naturaleza humana en el centro de sus reflexiones.
Para Arendt, escribir estaba íntimamente relacionado con el ejercicio de pensar. Plasmar las ideas en papel le permitía desarrollar su proceso argumentativo y expresarlo con mayor claridad. Por eso lo hacía. "Mientras consiga pensar algo y plasmarlo adecuadamente por escrito, me doy por satisfecha", le explicó a Gaus, luego de que este le preguntara qué tan importante era para ella que sus textos ejercieran una amplia influencia en el mundo. "Si me permite ser irónica, los hombres siempre quieren ser tremendamente influyentes. ¿Me veo así? No, yo quiero entenderlo todo", añadió.
Para lograrlo dedicó su vida a reflexionar, a formularse preguntas difíciles sobre sí misma y sobre su entorno y a dejar siempre espacio para la perplejidad. Esos hábitos terminaron convirtiéndose en una exitosa estrategia de defensa contra el totalitarismo y el terror que se apoderaron de su natal Alemania durante el régimen nazi, y en una serie de maravillosos escritos que invitan a pensar sobre la política, el poder, la violencia, la historia y la condición humana. Una de sus grandes lecciones es que no hay mejor respuesta a la intolerancia que cultivar una mente abierta y capaz de pensar de manera crítica.
En vez de preocuparnos por dejar una huella al precio de olvidarnos de pensar, que nuestra huella sea, como la de Arendt, haber pensado para comprender bien.
Seguramente fue su profundo interés por el ejercicio de pensar lo que la llevó a sorprenderse tanto con la falta de reflexión de Adolf Eichmann durante el proceso en el que el exfuncionario nazi era juzgado por crímenes de lesa humanidad. "Me llamó la atención su manifiesta superficialidad, que hacía imposible rastrear la indudable maldad de sus actos a causas o raíces más profundas... la única característica que podía destacarse de su comportamiento... no era estupidez, sino falta de reflexión", explica en La vida del espíritu.
Tras asistir al juicio se dedicó a examinar exhaustivamente cómo el problema del bien y del mal y nuestra capacidad de distinguir entre uno y otro estaban directamente relacionados con la de pensar. Esas reflexiones terminaron convirtiéndose en su famosa teoría de la banalidad del mal.
Esta última advierte sobre el peligro de simplificar la realidad hasta distorsionarla, como cuenta que hizo Eichmann durante el juicio, y como suele ocurrir hoy en la política. Caer en ello promueve una falta de reflexión capaz de banalizar el mal y los problemas del mundo. Por eso es importante embarcarnos como individuos y como sociedad en la misma tarea a la que Arendt dedicó su vida: pensar e intentar comprender la realidad con todas sus complejidades y perplejidades.
En otras palabras, en vez de preocuparnos por dejar una huella al precio de olvidarnos de pensar, que nuestra huella sea, como la de Arendt, haber pensado para comprender bien.