“La moderación es una virtud no solo amable, sino también poderosa; una virtud determinante que ordena, concilia y forja cimientos”, escribió Edmund Burke, el padre filosófico del conservatismo, en una carta en la que reflexiona acerca de la Revolución sa, a tan solo cuatro meses de la toma de la Bastilla. En aquel entonces, la revolución se había convertido en el pan de cada día de los europeos hasta el punto de que apelar a la moderación, como hacía Burke, era un acto tan insólito que sonaba casi revolucionario. Pero hoy la realidad es la contraria: padecemos de una devoción tan compulsiva hacia la moderación que la hemos convertido en fetiche.
Por supuesto, para cuestionar el mandato de la moderación hay que empezar por entender de qué fenómeno se trata. La moderación, primero que todo, es una palabra de naturaleza negativa. Es decir, se define no por lo que afirma, sino por lo que niega. Y lo que la moderación niega no es otra cosa más que el radicalismo. Mejor dicho, la moderación tan solo significa lo contrario al radicalismo y viceversa. Como el héroe y el villano, el radicalismo y la moderación son palabras que se definen por su antagonismo.
La palabra radical viene del latín radicalis, que significa raíz. Por lo tanto, si trasladamos esto al terreno de la política, ser radical es abogar por un cambio de la sociedad desde la raíz. Pero pretender cambiar a una sociedad desde la raíz es también estar lejos de las ideas que en cada época son dominantes. El radicalismo es, mejor dicho, lo que se distancia del consenso. Lo cual, a la vez, quiere decir que las ideas moderadas son aquellas alrededor de las cuales hay más consenso. De manera que defender la moderación es siempre también una palmada en la espalda del statu quo.
Hoy por hoy, por ejemplo, oponerse a la democracia y defender la esclavitud son ideas radicales. Pero, en el siglo XVIII, las que representaban ideas radicales eran las contrarias: defender la democracia y oponerse a la esclavitud. Todo esto para decir que la moderación y el radicalismo son palabras que tan solo se refieren a lo cerca o lejos que está una idea del consenso y, por lo tanto, no son suficientes por su propia cuenta para constituir ni una virtud ni un defecto. Y antes de que salgan a exigir mi cabeza y nombrarme desde Stalin hasta Al-Qaeda, insisto: abogar por el final del reinado de la moderación no se reduce a querer impulsar el del radicalismo. No se trata de remplazar a un tirano por otro, como Batista y Fidel. Repito: la moderación y el radicalismo son categorías descriptivas, no morales.
Más aún, incitar a una insurrección en contra de la moderación es mucho más que un capricho retórico. Podría, por ejemplo, ponerle fin al ya tan vulgar vicio de los políticos de derecha, centro e izquierda de manipular a la opinión pública posicionándose a sí mismos como los representantes de la moderación y a sus adversarios como los del radicalismo.
Pero, sobre todo, es una insurrección lingüística que cobra sentido toda vez que la moderación ha sido precisamente uno de los mayores obstáculos para enfrentar la principal amenaza de nuestros tiempos: la climática. La más reciente COP, que tuvo lugar en Azerbaiyán, fue testigo de al menos dos cosas. Primero, la suma de $ 300 bn que el autodenominado mundo desarrollado prometió transferir a los países en vías de desarrollo da fe de lo ‘moderados’ –para no decir tacaños, para no decir hipócritas, para no decir victimarios directos– que son quienes hoy lideran los países más ricos a la hora de tomarse en serio la crisis climática. ‘Drill, baby, drill’. Segundo, de moderación en moderación vamos derecho al abismo. La última COP de la historia será celebrada, entre escombros, ruinas y cadáveres, por un par de desvergonzados encorbatados llamando a la moderación. ‘Drill, baby, drill’
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO