En el periodo previo a las negociaciones en La Habana entre el Estado y las Farc, colegas de la Fundación Social, el Centro de Memoria Histórica y de la Universidad de los Andes realizamos una encuesta sobre las opiniones de los colombianos en torno a temas de paz y justicia. Los resultados destacaron las altas expectativas: tres cuartas partes de las personas afirmaron sentirse optimistas sobre las posibilidades de reconciliación en el país.
En 2023, siete años después de la firma del acuerdo, planteamos nuevamente algunas de las mismas preguntas. El porcentaje de colombianos que respondieron afirmativamente cuando se les preguntó si el país avanzaba hacia la reconciliación se redujo a un tercio. El resultado fue desalentador pero revelador.
El contraste entre ambos momentos nos recuerda la necesidad de concebir la construcción de paz como un compromiso a largo plazo. Los acuerdos de paz nunca se desarrollan en un vacío social, económico y político. En Colombia, la transición del conflicto a la paz ocurre en medio de múltiples transiciones simultáneas en los ámbitos social, cultural, económico e internacional.
A pesar de la retórica polarizadora que prevalece, la infraestructura de paz actual en Colombia –que abarca desde la desmovilización de combatientes hasta la promoción de los derechos de las víctimas y la producción de verdad y memoria histórica– se ha mantenido y ha echado raíces profundas a lo largo de cinco gobiernos consecutivos, desde Andrés Pastrana hasta Gustavo Petro. Todos ellos han dedicado recursos significativos a algunas o todas estas tareas. Esta continuidad rara vez es reconocida.
Este contexto paradójico –que combina avances y cambios en algunos frentes con desafíos persistentes como la desigualdad y la violencia– ha afectado las expectativas de las personas respecto a que el acuerdo de paz con las Farc pueda aún cambiar fundamentalmente sus vidas y, por tanto, que valga la pena defenderlo. Existe una discrepancia entre un país que en la década de 2010 sentía el conflicto respirándole en la nuca y un país que, en cierto modo, ya ha cosechado los frutos del dividendo de la paz, pero que se ha vuelto cada vez más escéptico y exigente.
Dado este contexto, a veces me pregunto si las respuestas de los colombianos a nuestra encuesta de 2023 –que indican bajas esperanzas de reconciliación y cambio– reflejan que el acuerdo de paz fue diseñado para una sociedad que ya no existe o que ya no siente que el acuerdo aborda sus necesidades y preocupaciones. En cierto sentido, el acuerdo de paz colombiano ha sido víctima de las transformaciones y transiciones múltiples que ha experimentado el país en muchos otros frentes, diluyendo la base social que exigía una respuesta a las demandas del acuerdo.
Esto no se debe a que los problemas tratados en el acuerdo hayan desaparecido; la mayoría persisten. Se debe, más bien, a que la Colombia urbana de 2023 es un lugar muy diferente al de hace veinte años, cuando el conflicto trajo consigo una catástrofe humanitaria, y ha tomado distancia de muchas de las esperanzas y sueños encapsulados en la promesa de los diálogos de paz de principios de la década de 2010.
Volviendo a los párrafos iniciales, tal vez esta sea la principal lección que los constructores de paz deben aprender: la creación de acuerdos y la construcción de la paz son procesos difíciles y exigentes, mucho más allá de las firmas. Tal vez sea ahora, cuando los reflectores se han apagado, cuando necesitemos recordar la esencia de esa visión de largo plazo.
*Decana de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes