Hace dos semanas hablé sobre los elementos que me gustan de la reforma pensional recientemente aprobada en Colombia y dije que es una reforma que deja al país mejor que donde estaba. Prometí dedicar la columna de hoy a lo que no me gusta tanto.
Las cosas que no me gustan caen en tres categorías. La primera corresponde a cosas que quedaron escritas con espacio para interpretar y pueden plantear un riesgo para las finanzas del Estado. En esta categoría están los parágrafos del artículo sobre las rentas vitalicias del pilar no contributivo. El artículo dice claramente que estas estarán dirigidas a la población en condiciones de pobreza extrema, pobreza y vulnerabilidad. Al leer los parágrafos, mi interpretación es que se establecerán condiciones de especiales para los pueblos indígenas y negros y para los del campesinado que hagan parte de esta población. Es decir, Colombia iniciará el camino hacia la pensión universal ciudadana comenzando por los más desfavorecidos. Leídos así, los celebro. Creo que el objetivo de que exista un mínimo de aseguramiento en la vejez para toda la ciudadanía pagado con impuestos generales es correcto y el país debe ir en esa dirección. Sin embargo, los parágrafos no dejan expresa la condición de pobreza para estas poblaciones. Esto es desafortunado, porque podría entenderse que se prioriza la cobertura de personas pertenecientes a estos grupos, aunque no sean pobres. El objetivo de universalidad es loable, pero el camino debe ser gradual. Simplemente porque aún no se han identificado las fuentes de recursos necesarias para pagarlas. El Gobierno hará bien en acotar expectativas y asegurar una reglamentación cuidadosa.
El objetivo de universalidad es loable pero el camino debe ser gradual, porque aún no se han identificado las fuentes de recursos necesarias para pagarlas.
En la segunda categoría están las deficiencias del sistema anterior que la reforma no abordó. Aquí hay múltiples, y una pregunta necesaria es si tenía sentido gastar capital político en impulsar cambios que generan mucha oposición, para ordenar mejor el sistema de pensiones contributivo que hoy deja por fuera a ochenta de cada cien trabajadores. Si la apuesta es por un sistema de pensión universal, tal vez en efecto no tenía sentido el desgaste. Pero sí hay algunas cosas que habrían podido arreglarse, en el mismo espíritu de justicia y equidad de la ley, y haber servido como experimento para ver en qué medida las bajas tasas de contribución al sistema responden a problemas básicos de diseño. Una grande, que quiero señalar, es el tratamiento a los trabajadores independientes, obligados a cotizar solo a partir de un salario mínimo y sobre un ingreso base de cotización igual al 40 por ciento de su ingreso a partir de los 2,5 salarios mínimos mensuales (porque para ingresos más bajos, el 40 por ciento resulta en un ingreso base de cotización inferior al mínimo). Es un mundo en el cual quien cotiza sobre un salario mínimo aporta 16 por ciento de su ingreso al sistema pensional y el que gana dos salarios mínimos aporta 8 por ciento. Esto es lo que los economistas llamamos un sistema regresivo, donde los que ganan más están obligados a aportar proporcionalmente menos.
En la tercera categoría están cosas que me parecen incomprensibles. Aquí caen dos que no alcanzó a desarrollar. Primero, el costo del seguro previsional (el que da una pensión anticipada en caso de incapacidad permanente), que podría ser de hasta dos puntos del valor del aporte pensional. Carísimo. Segundo, la tarifa de 0,6 % que la ley acepta pagar a los Fondos de Ahorro Individual sobre el saldo de los ahorros de los aportantes que seguirán istrando. Esos ahorros ya pagaron una tarifa de istración (alta) en el momento de realización del aporte. Los financieros dirán si es justificable seguir cobrando istración contra su rentabilidad. Yo creo que no. Y, aun si no hubieran pagado a la entrada, 0,6 % es una tarifa muy alta cuando se istran portafolios con una estrategia pasiva y objetivos de largo plazo.