En una carta del 6 de diciembre de 1823 que Santander le envió a Bolívar (digámosles así de una vez sin su nombre largo y oficioso, igual ya los conocemos) le dice al final no sin cierta desvergüenza: "Con leyes que me escuden, hago yo diabluras...". Apenas empezaba la campaña libertadora del Perú, que terminaría un año después en Ayacucho, y Bolívar le pedía desesperado recursos a Santander, que solo le hablaba del Congreso.
Muchos han querido ver en esa frase de opereta una prueba irrefutable de los peores rasgos que sus enemigos le endilgaron siempre a Santander: la pequeñez, la mezquindad, la cositería y el leguleyismo. Y algo de eso había: mientras Bolívar, agotado y enfermo, se jugaba la piel en el sur del continente, su socio en Bogotá le ponía las manos por delante, severo, con la recopilación de las leyes de la república.
Ahí empezó a ser irreversible, de hecho, la fractura entre los dos próceres; ahí se plantó la semilla del desprecio y el rencor mutuos que con los años fue un abismo, una de las principales causas de los partidos aquí. Pero también hay una interpretación virtuosa y benévola de la actitud de Santander, una reivindicación de su espíritu legalista que en efecto implicaba el apego a la letra de la ley pero no como un defecto sino todo lo contrario.
Es uno de los grandes mitos de la historia colombiana: nuestra tradición letrada y civilista; nuestra devoción por el parágrafo y el inciso, algo que Santander encarnó como el que más y definió para siempre incluso con su nombre, pues el 'santanderismo', aun hoy, consiste en esa obsesión por la norma y sus minucias, la fe ciega en los códigos. Y eso, que en muchos casos puede ser visto como una desgracia y una aberración, también es una bendición.
Lo es, una bendición, cuando irrumpen desde el mesianismo y la enajenación movimientos que consideran que sus ideas y sus principios morales, su 'proyecto', su 'agenda', están por encima del Estado de derecho –poca cosa, hasta que llega la tiranía– y no pasa nada si uno lo pone en entredicho: ya sea con la bandera de la seguridad o la de la redención del pueblo, por ejemplo, hay quienes creen que la Constitución es solo un libro para colorear.
Las instituciones no son perfectas y quienes están en ellas se equivocan. Pero hay momentos en los que su existencia y su independencia resultan casi providenciales.
Les parece que la separación de poderes es una superstición liberal de los tiempos de Montesquieu, ya superados, y que la clarividencia y la sabiduría del líder iluminado y omnipotente, oh, "la horda pura, la horda hasta entonces infalible en su ruta", como cantó Jorge Zalamea, constituyen suficiente razón para romperles el cuello a las instituciones, al fin y al cabo siempre un instrumento en las manos de los poderosos.
Es lo que está pasando en los Estados Unidos de Trump, al filo de la dictadura como lo profetizó Sinclair Lewis en una novela que se llama Eso no puede pasar aquí: el fascismo como el triunfo de un gobierno al servicio de los fanáticos religiosos y los dueños del poder económico. Pero no solo allá hay ese peligro que cunde en todas partes, contra el cual va quedando apenas el antídoto del Estado de derecho.
Sí: las instituciones no son perfectas y quienes están en ellas se equivocan y tienen intereses, nadie lo niega. Pero hay momentos en los que su existencia y su independencia, por precarias que parezcan, resultan casi providenciales, tanto más necesarias cuanto más abusivas son las fuerzas que las quieren anular. La división de los poderes públicos, que a muchos les parece un capricho del siglo XVIII, es hoy uno de los últimos refugios de la democracia.
Como en la historia del molinero de Sanssouci, al que el rey de Prusia le ordenó callar su molino y él le respondió: "No, mientras haya tribunales en Berlín...".
De ahí surge la famosa frase: "Todavía quedan jueces en Berlín". Esperemos que sí.