Esta aterradora pandemia, que ha puesto al mundo patas arriba, nos ha obligado a todos los habitantes a permanecer encerrados. A no acercarnos, a no saludarnos, a no salir a trabajar ni mucho menos salir a rumbear. Todo en defensa propia, para evitar el contagio con ese virus letal que se transmite con mucha facilidad. Este peligro muchos no quieren entenderlo. Entonces, a lo mero macho, grupos alebrestados, violando las normas establecidas, arman parrandas, se abrazan, bailan y toman trago. Así han facilitado y multiplicado el número de personas contagiadas. Por lo tanto, en los centros de salud abundan los enfermos y en los cementerios están amontonando los cadáveres.
Esta pandemia está sacando lo mejor y también lo peor de cada uno de nosotros. Lo mejor ha sido el casi general acatamiento de normas tan incómodas y antieconómicas como el aislamiento obligatorio, el tapabocas, el pico y cédula para salir a comprar lo necesario, pues se comprende que son medidas para evitar la multiplicación del contagio. Por lo tanto, resulta incomprensible, vergonzoso y hasta criminal el tratamiento que algunos ciudadanos les han dado a los médicos y al personal de la salud.
En vez de agradecerles que expongan su vida para salvar las de los enfermos, han llegado al extremo de amenazarlos de muerte. A veces en forma directa. Otras veces les envían coronas o sufragios, o asustadores mensajes, como lo han relatado algunos médicos en los medios de comunicación. Por esa reacción criminal de tan agresivos ciudadanos, los médicos y el personal de la salud se han visto obligados a solicitar del Gobierno mayor protección. Esta situación, que en otros países podría parecer una verdadera locura, es pan de cada día en este país del Sagrado Corazón.
Y es vergonzoso, y hasta criminal, el tratamiento que algunos ciudadanos les han dado a los médicos y al personal de la salud.
Pero no se ha conocido una dura y necesaria reacción oficial contra la actitud criminal de esos salvajes atacantes, que han puesto en peligro la seguridad y la vida de los médicos y del personal de la salud. Todos ellos, profesionales siempre indispensables, pues están dedicados a curar enfermos. Y son muchas las vidas que, exponiendo su propia vida, han logrado salvar de esta nueva y pavorosa pandemia.
En otro terreno, en donde a diario se denuncia que hombres hechos y derechos violan niñas y niños menores de edad, ocurrió un caso verdaderamente horripilante: ocho hombres, que prestaban servicio militar en Risaralda, secuestraron a una niña indígena de 12 años, de la etnia embera chamí. Y, con la mayor sevicia, siete de esos hombres, uno tras otro, fueron violando a la pequeña. El otro se contentó con vigilar el desempeño de sus compañeros. Luego, todos satisfechos, le ofrecieron plata a la niña para que no contara lo que le había sucedido.
La violación de menores es un crimen atroz. Por eso mismo, la campaña para condenar a esos criminales a cadena perpetua, promovida desde hace años por la senadora Gilma Jiménez (q. e. p. d.) y liderada después por su hija, acaba de ser aprobada por todos los senadores que votaron, pues hubo muchos que no asistieron. Pero prestigiosos ciudadanos, abogados y no abogados, han criticado esa decisión por anticonstitucional. Siempre pensé que 60 años de cárcel, sin atenuantes, era la pena merecida por los violadores. Pero, ante la violación de la niña embera, cometida por jóvenes que prestaban servicio social obligatorio, la cadena perpetua ellos sí la merecen.
Volviendo a la pandemia, parece interesante reflexionar sobre lo que escribe al respecto, en Semana Dinero, el exministro de Hacienda Juan Carlos Echeverry: “Aprender a aprender. El malestar actual puede ser el precio que pagamos por aprender cómo educarnos, gobernarnos y emprender mejor. El costo del covid-19 puede ser ampliamente superado por los beneficios de estas lecciones transformadoras que reportarán una sociedad y una economía mejores”.
Lucy Nieto de Samper