De la vida de Fito Páez hasta 1993, contada de una manera deliciosa en ‘El amor después del amor’, la serie de Netflix, me conmueven sobre todo las historias de amistad. La música también, por supuesto. Es un viaje de regreso al atardecer de mi adolescencia. Canciones que descubrí en los 80 y me han acompañado toda la vida. Vi los ocho episodios de la serie con nostalgia del pasado y del presente y amé el amor de los amores de Fito y la fuerza de las amistades que parecen haber sido en su vida una marca mucho más profunda que el dolor. Qué suerte.
Pensé en los tiempos modernos de intercambios por escrito en pocos caracteres, en la era de las redes sociales donde se fabrica una persona pública para el juicio de otros y gana el que consigue acumular más corazones. La ficción de la aceptación social y la amistad, en un mundo en el que irónicamente cada vez hay más tecnologías para conectarse y más aislamiento, más soledad y más tristeza. Cuántos niños y jóvenes están viviendo por cuenta de esto grandes penas, dolores demasiado adultos, diría yo. Descubriendo lo odioso del mundo antes de encontrar algo bueno de lo que aferrarse.
Estamos en la era de la desconexión, en un momento que redefinirá la manera en que nos encontramos y desencontramos con otros, nuestras sociedades y nuestra capacidad de construir futuros con visiones compartidas. Incluso cuando estamos físicamente cerca nos estamos acostumbrando a interactuar con interlocutores que se escapan por momentos con su teléfono y priorizan a alguien que está ausente mientras nos tienen enfrente. O somos nosotros el interlocutor que se escapa, robándole al otro nuestra atención –lo mínimo que tendríamos que poder darle–.
Los estudios de la felicidad identifican las conexiones sociales como la fuente esencial del bienestar. A tal punto que la manera en que nos relacionamos con otros y la calidad de nuestras interacciones determinan incluso nuestra salud y longevidad. Todos sabemos del malestar que trae un desencuentro y del agotamiento físico que produce un enfrentamiento verbal. No se diga lo que conlleva cualquier interacción violenta en términos de salud física y mental.
También sabemos sobre la fuente de alegría que son las buenas amistades. El placer de un buen interlocutor, la tranquilidad de confiar en alguien, la buena energía de la risa compartida, la seguridad que da sentirse acompañado. E incluso, a otro nivel, la sensación de bienestar que dan la garantía del respeto mutuo, la amabilidad mínima, la civilidad en cualquier intercambio casual y el costo de su ausencia.
La historia de fraternidad y comunión entre los genios del rock argentino en los 80, la iración mutua que se traduce en amistades profundas en el momento preciso, los cariños eternos entre personas unidas por sueños, luchas y proyectos compartidos –esos lazos invisibles que unen por siempre– contrastan estruendosamente en mi cabeza con la realidad de las interacciones que estamos viviendo.
Seguramente la historia de Fito es en verdad menos perfecta y en nuestra realidad hay excepciones. Ojalá haya muchas. Pero el día a día del ser humano en 2023 es más la desconexión, la dificultad de empatizar con otros, la gritería en lugar de la conversación, el afán por pertenecer a un grupo que nos celebre, la necesidad de descalificar al otro para afirmarnos, la ausencia de reflexión sobre la forma en que nos relacionamos, la dificultad por apostarles a propósitos comunes. Igual a los 15 años que a los 20, a los 30 a los 50, a los 80.
Predomina la peor versión de nuestra humanidad. Parte de lo lindo de la música de Fito es que le habla al corazón de muchas generaciones y por ahí en alguna parte se oye latir, aun ahora, un corazón colectivo.
MARCELA MELÉNDEZ ARJONA