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Los atajos

Si pensamos que hay diferentes niveles de atajo y no todos son censurables, pensemos otra vez.

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En nuestra cultura se han normalizado los atajos. Llegar primero, llegar más rápido, conseguir lo que uno quiere, no importa qué. No importa si es saltándose a otros, diciendo mentiras, pagando una mordida, robando un poquito. Es la cultura de los vivos, que creen que se las saben más que los demás y que las reglas son solo para los más tontos.
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Ese atajo que nos parece algo sin importancia, que incluso a veces es un motivo de risa o de celebración por parte de los amigos, es una de las piezas con las que se fractura la fibra moral de nuestra sociedad. Y la consecuencia la pagamos todos.
El estudiante que se copia sistemáticamente en el colegio y se sale con la suya cuando no lo agarran es un vivo que logra obtener una nota más alta y, eventualmente, graduarse sin haber estudiado. Pero es un bobo que se pierde de aprender y mejorar su cabeza en el proceso de aprendizaje. Y luego, un adulto que se enfrenta al mercado laboral con poco que ofrecer, imponiéndoles a los que lo rodean su baja productividad y sentenciando su vida a los bajos ingresos. (O a seguir en una carrera de atajos).
La persona que se cuela en el transporte público masivo de la ciudad es una viva, porque consigue llegar a su destino sin pagar y se ahorra una plata. Pero es una boba, porque su viveza reduce los recursos de los que dispone la ciudad para dar mantenimiento al sistema y asegurar una buena prestación del servicio. Y luego, ella misma y sus seres queridos tendrán un sistema de transporte ineficiente y mediocre.
Los empresarios que buscan favores del erario en la forma de exenciones y subsidios y otras formas de protección, en cambio de innovar los procesos de producción de sus empresas, son unos vivos, porque logran producir ganancias que no son proporcionales a su esfuerzo. Pero son unos bobos porque no construyen la capacidad para competir y luego se enfrentan con fragilidad a la competencia de las importaciones. O, más triste aún, luego se pierden de la posibilidad de participar en los mercados internacionales donde realmente podrían multiplicar sus ganancias.
El atajo pequeño les abre paso a otros mayores. Es la manera en que se formatea nuestra cabeza lo que importa.
El funcionario que le roba al erario o recibe mordidas para ayudar a que un particular se gane un contrato o evite un control es un vivo que se enriquece sin poner el trabajo necesario. Pero es un bobo, porque con su acción limita la capacidad del Estado de cumplir con sus funciones en ámbitos que lo afectan también directamente a él y a los suyos: la seguridad, la infraestructura de transporte, la calidad de la educación y la salud, etcétera. Se olvida que hace parte de la sociedad más amplia que contribuye a destruir.
La historia es la misma con las múltiples formas de atajo con las que sorteamos obligaciones, responsabilidades y esfuerzo. Se nos olvida que el atajo que puede tener sentido en el corto plazo, en el mediano y en el largo plazo se nos devuelve con un costo en la forma de una sociedad frágil e incapaz de garantizarle a todos –incluidos nosotros mismos– unos niveles mínimos de bienestar. Imagínense un mundo en que todos tomemos el mismo atajo. En algunos frentes estamos cerca de eso. Y ahí tenemos el resultado.
Si pensamos que hay diferentes niveles de atajo y no todos son igualmente censurables, pensemos otra vez, porque el que roba poquito, roba y el que engaña un poquito, engaña. No nos confundamos. Y el atajo pequeño les abre paso a otros mayores. Es la manera en que se formatea nuestra cabeza lo que importa. Eso comienza en la infancia y se construye con el ejemplo. ¿Qué es lo que les vamos a enseñar a respetar y valorar a nuestros niños?
Por fortuna, siempre hay en las sociedades alguna gente cumplidora que nos salva. Un resguardo de lo bueno de la sociedad que nos permite la ilusión de que esto puede ir hacia adelante. El riesgo es que ese grupo sea cada vez más pequeño. Toca elegir a cuál grupo es al que uno pertenece. No sé cómo se reformatea una cabeza adulta.
MARCELA MELÉNDEZ

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