Los seres humanos somos tribales. Nuestra familia, nuestra etnia, nuestro género, nuestra religión, nuestro club, nuestro colegio, nuestro grupo social, nuestro partido político, nuestra patria. Nos define todo lo que nos diferencia de los otros. Eso no está necesariamente mal y en algún grado es inevitable. Pero es grave y costoso para la sociedad cuando en los espacios en que participamos ese tribalismo natural, que nos protege de lo desconocido y lo diferente, nos hace simplificar al otro.
El tribalismo hace daño cuando se traduce en discriminación. Hay algo tristemente humano en la necesidad de sentirse mejor que otros. Por ejemplo, cuando el color de la piel o el género del otro, o su físico, no se conforman a lo que es más frecuente en el grupo social mayoritario o en aquel al que uno pertenece, ese rasgo de identidad en el que no nos reconocemos se usa para simplificarlo. Para no hacer el esfuerzo adicional que requiere comprender a otra persona en todas las dimensiones de su humanidad. Es particularmente triste cuando ocurre entre los niños. Cuando en el proceso de afirmarse e ir construyendo su propia identidad, los niños y los adolescentes van tejiendo redes que incluyen a unos pocos –casi siempre a los más fuertes– y excluyen a los otros. Niños que se parecen demasiado pronto a los adultos, ciegos al dolor que causan a los que son, casi siempre, más frágiles. “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros” dicen los cerdos detestables de George Orwell en La granja de los animales, esa novela genial que es una buena caricatura de la especie humana.
El aislamiento en grupos, la ausencia de espacios donde nos encontremos con ‘los otros’,
es parte de la enfermedad de nuestros tiempos
Pero incluso cuando no resulta en discriminación, la organización tribal de las sociedades es un elemento de fractura, que alimenta la polarización social. El mundo entero está en eso ahora, y la región no se escapa. Como en las películas de vaqueros, estamos divididos entre “malos” y “buenos”. Incapaces de vernos. Incapaces de aferrarnos a lo que nos une. El debate político, por lo mismo, es reduccionista. La interlocución se da en blanco y negro, sin itir matices, y está tomada por los adjetivos. Neoliberal. Comunista. Ignorante. Facho. Rico. Pobre. Burgués. Machista. La sociedad categorizada en compartimentos estrechos, cada uno con una etiqueta simplificadora que impide tender puentes.
La conversación se da sin generosidad. Con dos piedras en la mano y con el hábito de presumir siempre la mala intención del otro. Esto ocurre en la política, pero abarca, cada vez, más dimensiones de la vida. En esta era, hay que pensar dos veces si uno le quiere decir algo bonito a alguien, porque puede ser inapropiado. Si uno vive en Estados Unidos, no se le vaya a uno ocurrir hacer un gesto de cariño a un niño ajeno. Estamos viviendo de una manera cada vez más triste.
El aislamiento en grupos, la ausencia de espacios donde nos encontremos con “los otros”, es parte de la enfermedad de nuestros tiempos. Ciudades segregadas, sistemas de educación, de salud y de transporte segregados. Sociedades en las que no nos conocemos porque no hemos tenido la oportunidad de encontrarnos. Eso nos está rompiendo. La apertura para oír al otro tal vez requiera conocer más de cerca sus luchas diarias, sus amores, sus penas. La vida de los otros, una película alemana de 2006 que me viene a la cabeza mientras escribo, es tal vez una de las exploraciones más conmovedoras de los mundos que posibilita el acercamiento a la humanidad del otro. Si no la han visto, se las recomiendo.
Por todo lo anterior, cualquier espacio que facilite el encuentro entre tribus es sano y bueno. Ojalá podamos darles a las próximas generaciones espacios más diversos y conciencia sobre lo indeseables que son las burbujas en las que nos protegemos y lo difícil que es, a veces, darnos cuenta de que estamos atrapados en ellas. Ojalá la visión de sociedad que prevalezca sea una que celebre las diferencias como germen para construir sobre ellas con más generosidad y menos miedo.
MARCELA MELÉNDEZ